domingo, 27 de noviembre de 2016

Vinos franceses, añejos oportos con añada y legendarias etiquetas argentinas en un menú del FCO de 1938

El Ferrocarril del Oeste fue la primera empresa de transporte ferroviario que existió en nuestro país. El inicio de sus operaciones se remonta al 30 de agosto de 1857, cuando un convoy de pasajeros encabezado por la mítica locomotora “La Porteña” realizó el trayecto inaugural entre las primitivas terminales Estación del Parque (ubicada en el actual teatro Colón) y Floresta. Durante las décadas siguientes logró expandirse hasta alcanzar una amplia cobertura del área occidental de la provincia de Buenos Aires, el norte y centro de La Pampa y un pequeño sector en las provincias de San Luis y Mendoza. Un dato poco conocido es el hecho de haber pasado por distintas administraciones privadas y públicas. En efecto, originalmente fue propiedad de un grupo de empresarios argentinos (1857-1860), luego pasó a manos del gobierno de la Provincia de Buenos Aires (1860-1890), más tarde fue controlado por capitales británicos (1890-1948) y finalmente quedó en poder del estado nacional a partir de la célebre nacionalización ferroviaria.


Podría decirse que el año 1938 lo encontró en su apogeo , entendiendo esa palabra en todos los sentidos ferroviariamente posibles: extensión de líneas, cobertura geográfica de trenes, variedad de prestaciones (1) y calidad de servicios. Desde luego, esto último también incluye a la gastronomía asequible en las confiterías de las estaciones (2) y los coches comedores de sus trenes de larga distancia, que podemos rememorar con todo detalle gracias a una publicación llamada ABC Sud, Oeste y Midland . En ella se presenta prolijamente el cuadro completo de estaciones, apeaderos y paradas, pero sobre todo los horarios vigentes a partir del 18 de abril de 1938 (3) para los tres ferrocarriles mencionados (4). Lo bueno es que allí también constan los respectivos menús, entre los cuales seleccionamos el del FCO por su particular interés histórico, con énfasis en la oferta de bebidas y muy especialmente de vinos .


Hablando del repertorio gastronómico completo, la primera página abunda en el servicio de cafetería, luego en los numerosos platos  a la carta –donde se percibe una gran presencia de minutas- y más adelante en las bebidas sin alcohol típicas de la época: Ginger Ale, Naranja Bilz, Soda Selz, Tónica Cunnington y Naranja Crush, entre otras. Una tercera y última carilla define la existencia de ginebras, coñac, rhum, whisky y licores, pero la que más nos interesa en este caso es la segunda. En ella están plasmados, primero, los aperitivos y cocktails (destacamos la oferta del clásico San Martín en versiones dulce y seco), luego las cervezas y finalmente una amplia diversidad de vinos, tanto nacionales como importados. Aquí, el ingrediente que atrae la mirada histórica se basa en las prestigiosas etiquetas importadas conviviendo con nombres de contraseña entre  los vinos argentinos de antaño, todo ello bajo múltiples presentaciones de contenido que eran típicas a bordo de los trenes: botellas de litro, de medio y de cuarto. Veamos en detalle de qué se trata la cosa, por tipos y marcas:

Vinos encabezados: Oporto (genérico), Jerez (genérico), Cordero, Marsala, Oporto Lágrima Christi, Oporto 1867, Oporto Reserva 1834.
Vinos blancos: Río Negro común, Río Negro Uvalegre, Barón de Río Negro, Norton 1932, Arizu Sauternes, Arizu Paragolpe (4), Trapiche Sauvignon Blanco, La Colina Añejo, El Chingolo, Bordeaux Sauternes, Graves, Borgoña Beaune.




















Vinos tintos: Río Negro Común, Río Negro Uvalegre, Barón de Río Negro, Norton 1932, Arizu Medoc, Arizu Paragolpe, Trapiche Reserva, La Colina Rubí, La Colina Añejo, El Chingolo, Bordeaux Recommandé, Medoc.
Champagne: Pommery & Greno.

También se incluye una sidra Bulmer (6), con lo cual se completa este elenco de notable diversidad en orígenes y estilos, ya que tenemos a  las comarcas francesas de reputación internacional (Sauternes, Graves, Medoc, Beaune, Champagne) junto con  los rótulos criollos, tanto de prestigio (Trapiche, Norton, Arizu, La Colina, Barón de Río Negro) como populares (Uvalegre, El Chingolo). No hay vuelta: hasta en los vinos se nota con claridad ese ingrediente de horizontalidad social tan típico del ferrocarril en sus tiempos de oro. Vale decir que allí viajaban personas de toda condición, y para cada uno había artículos disponibles. Cualquier pasajero podía disfrutar de un refrigerio, una buena comida o una reconfortante bebida mientras esperaba a sus seres queridos en la confitería de la estación, junto al andén, o tal vez en el mismo y placentero acto de atravesar las inmensas llanuras pampeanas montado en los lustrosos rieles de acero.


Lo dijimos muchas veces: hoy nos parece una estampa casi de ensueño, de película antigua, pero era un cuadro de los más común hace ochenta o cien años. Y si bien es cierto que ya no hay trenes, al menos aquí estamos nosotros, para revivirlo.


Notas:

(1) Las cinco prestaciones fundamentales que ofrecían los ferrocarriles en aquella época eran el transporte de  pasajeros, cargas, encomiendas y hacienda, junto con el servicio de telégrafo.
(2) El siguiente recuadro nos permite saber en qué puntos estaban ubicadas las confiterías, tanto del FCS como del FCO. Este último las tenía en Bragado, Chivilcoy Norte, Lincoln, Luján, Mercedes, Merlo, Once y Trenque Lauquen.


(3) Antiguamente era normal la existencia de dos cuadros horarios anuales, llamados  de invierno y de verano, que casi siempre comenzaban a regir en Abril y Octubre, respectivamente.
(4) En 1935 los ferrocarriles Sud, Oeste y Midland decidieron unificar administraciones (para ese entonces pertenecían al mismo grupo de accionistas), pero manteniendo cierta independencia operativa. Una de las primeras medidas adoptadas fue agrupar algunas de sus numerosas publicaciones (hasta entonces editadas por separado) en volúmenes que presentaban conjuntamente información de las tres empresas.
(5) Muchas veces, las marcas asequibles en el ámbito de los rieles tenían que ver con ese transporte en particular, ya que eran vinos hechos especialmente  para los ferrocarriles. En la jerga ferroviaria, Paragolpe tiene dos acepciones: una es la protección que se observa en las estaciones terminales al final de las vías, y otra corresponde a los “platos” que tienen en sus extremos las locomotoras, los coches y los vagones. Las siguientes fotos ilustran sobre ambos casos.


(6) Antigua marca irlandesa (1887), llamada en realidad Bulmers, que todavía está vigente en los mercados del Hemisferio Norte.


jueves, 10 de noviembre de 2016

Los 8 Hermanos y el Hula-Hula: un dueto añejo que se las trae

¿Cuál fue realmente el período dorado de las bebidas espirituosas argentinas? No existe una respuesta única, contundente e inequívoca para esa pregunta, aunque resulta factible establecer algunas buenas aproximaciones. En este blog asumimos la existencia de tres lapsos históricos bastante definidos al respecto, cada uno con ciertas particularidades. El primero transcurrió entre 1880 y 1900 -tal cual hemos visto muy recientemente- con el desarrollo primigenio de una industria impulsada por la creciente demanda de la época. El segundo puede ubicarse entre 1915 y 1930, desde los tiempos iniciales de la Primera Guerra Mundial (que obligó a una rápida sustitución de importaciones) hasta la demoledora crisis desencadenada en Wall Street en octubre de 1929. Finalmente, hubo una tercera etapa de apogeo durante los años posteriores al segundo gran conflicto bélico del siglo XX, cuya duración podemos marcar a grandes rasgos entre 1946 y 1965. Desde luego que existe una cuarta, que es ahora mismo, cuando se verifica un inusitado auge de la actividad en todas sus formas, pero ella está cronológicamente fuera del campo de estudio de este blog.


A la hora de ensayar ejercicios de cata, el acceso a productos añejos se va complicando paulatinamente cuanto más atrás nos remontamos en el tiempo, pero aún hoy es relativamente factible ubicar algunos ejemplares del tercer lapso mencionado en buen estado de conservación. En los cinco años de Consumos del Ayer dimos cuenta de no pocas botellas de alcoholes datados en las décadas del cincuenta y del sesenta, y lo propio vamos a hacer hoy con dos prototipos de auténtico valor histórico en el más amplio sentido del concepto: un  licor de anís y un rhum. Como bebidas genéricas, ambos artículos cuentan con una tradición de consumo que hemos acreditado infinidad de veces mediante la presentación de estadísticas , documentos y testimonios que así lo demuestran. Sólo diremos, en este caso, que las botellas no fueron adquiridas ni donadas por terceros, sino que formaban parte de esa casi infaltable cohorte de licores a medio consumir que existe en tantos aparadores y alacenas de los hogares argentinos. Así ocurrió en mi caso personal, y me resulta difícil determinar cuánto tiempo llevaban esos envases allí, pero supongo que al menos uno de ellos (el rhum) se encuentra en un estado casi idéntico al del día de ocupación del inmueble -a estrenar- por parte de mi familia, en julio de 1969.


La primera etiqueta es bien conocida por el público argentino: el Licor de Anís 8 Hermanos, cuya presencia en estas tierras se remonta a fines del siglo XIX de la mano de Antonio Freixas, primero como importador y luego como productor. En 1977 la elaboración de la marca pasó a manos de la empresa Cusenier, actual Pernod Ricard Argentina. La botella puede ser fechada estimativamente en los primeros tiempos de esta última administración (entre 1977 y 1980), sobre todo por el antiguo domicilio de O’Brien 1202 del barrio de Constitución, que fue abandonado alrededor de 1982. El segundo envase pertenece a un producto mucho menos conocido: el Rhum Hula-Hula,  de la otrora monumental destilería Orandi y Massera, que allá por los cincuenta fabricaba algunos brebajes actualmente ilustres y venerados en el campo de las bebidas históricas nacionales, como la Caña Quemada Legui y la Grappa Valleviejo. El datado, en este caso, es difícil de establecer, si bien percibimos algunos indicios que lo ubicarían en el primer quinquenio del decenio de 1960 (1) (2).


Servidos en pequeñas y antiguas copas de licor, las diferencias entre los productos empiezan por la matriz cromática: amarillo pálido con marcado tinte verdoso para el anís y dorado intenso bien definido para el rhum. El aroma del primero tiene todo lo esperable en su tipo, con el ingrediente de un fondo alcohólico de buena calidad  (graduación 36°) y sabores que confirman el protagonismo anisado, vegetal, levemente mentolado y bastante estimulante. El rhum, por su parte, tiene una nariz muy profunda e intensa  que inmediatamente sugiere potencia alcohólica elevada (graduación 50°) , con muchos elementos de maderas añejas, vainilla y otros bordes propios de una larga evolución en toneles y botella. El gusto está a tono con el alcohol declarado, ya que resulta tremendamente potente, casi cáustico, aunque sin perder la calidad y genuinidad de su perfil espirituoso. Posiblemente haya sido concebido para mezclas y no para beber solo. De hecho, el pico de la botella se ve cruzado por una banda que reza de modo textual ESPECIAL PARA PONCH.


Quizás hayan sido bebidos puros o mezclados, en ponche, tragos o copitas, pero lo importante reside  en que  uno y otro se mostraron  tan íntegros como todos los destilados evaluados desde nuestra primera cata, en el año 2013. ¿Será reiterativo afirmar que en aquel entonces la industria de bebidas en general, y la de destilados en particular, sabía hacer las cosas muy bien? Tal vez, pero no podemos evitar afirmarlo una vez más. No siempre se tienen la oportunidad y el placer de probar líquidos envasados hace cuarenta o cincuenta años, y mucho menos de encontrarlos en tan buena condición. Otra cata, otra experiencia y otro aprendizaje, que subimos aquí para la posteridad cibernética.

Notas:

(1) Los antiguos documentos asequibles de la empresa Orandi y Massera la ubican en una enorme planta sobre Avenida Pavón al 4900, en la localidad de Lanús (llamada fugazmente Pte. Perón en tiempos de dicho régimen). Nuestra botella indica un domicilio de la calle Lavalle, en Capital Federal, que aparenta ser posterior y aún hoy figura en algunas guías de industria, junto con otro de la provincia de Mendoza. El de Lanús subsistió, al parecer, hasta fines de los años cincuenta.


(2) El 25 de mayo de 2014 subimos una entrada titulada “Venerables licores argentinos” en la que degustamos varios especímenes, entre ellos un licor llamado Consular, perteneciente a la firma en cuestión