lunes, 25 de julio de 2016

Málaga, el vino dulce español que se bebía en los tiempos de la Independencia

Las referencias al vino Carlón  constituyen casi un lugar común en la historia argentina. Este tinto de origen no siempre bien esclarecido (1) estuvo presente en las mesas patrias desde el período colonial hasta los tiempos del primer centenario, y no existen dudas acerca de su masiva popularidad. Sin embargo, poco se habla sobre otro vino ibérico que acredita méritos bastante similares de antigüedad y extensión de consumo. Quizás su fama  no haya sido tan prolongada ni su mención tan frecuente en la antigua cultura popular, pero lo cierto es que continúa produciéndose en el mismo sitio que lo vio nacer hace siglos (a diferencia del Carlón, desaparecido hace mucho de la nomenclatura vitivinícola mundial), y todo ello sin haber perdido su esencia ni sus atributos emblemáticos. Lo interesante es que el nombre de su cuna geográfica, de un modo asombrosamente imperecedero, sigue detentando una sonoridad que nos recuerda a sol y a vino dulce. ¿Cuál es? Málaga.


La zona que produce el vino a protegido bajo tal Denominación de Origen se ubica en Andalucía, al sur de España, comprendiendo 67 municipios donde se cultivan las variedades Pedro Ximénez y Moscatel. Todos los vinos resultantes son blancos, pero existen diferentes jerarquías de acuerdo con el contenido azucarino  y el envejecimiento. Los hay secos (pocos), semidulces y dulces, incluyendo algunos denominados “vinos de licor”, es decir, encabezados con la adición de alcohol vínico. Ahora bien: aquí nos interesa la historia, y en ese sentido hay mucha tela para cortar. La elaboración del vino de Málaga es realmente antigua -se remonta al período pre cristiano- pero su fama comenzó a extenderse a partir del siglo XVIII merced a la navegación y la expansión colonial. Considerando semejante contexto, no es extraño que pronto cobrara un gran impulso en las colonias del reino de España, especialmente en América, hacia donde se dirigía el mayor volumen de exportaciones. El consecuente suceso comercial se explica además por otra razón: los vinos malagueños dulces acreditaban la misma ventaja técnica que tenían muchos caldos exitosos de la época, como el Madeira y el Oporto. ¿La clave?  Su alto contenido de azúcar y alcohol, que los hacía muy aptos para soportar los largos viajes en barco, sin sufrir las alteraciones físicas y biológicas tan frecuentes en los frágiles e inestables vinos secos convencionales.


Verificar  lo antedicho por medios documentales es bastante sencillo, empezando por uno de los primeros órganos de prensa que editó el incipiente gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata entre 1810 y 1820: la Gazeta de Buenos Ayres, especie de novel Boletín Oficial . Gracias a los reservorios virtuales de internet (2) es posible acceder a tan pretéritas páginas y sorprenderse (además de regocijarse, en mi caso) con la presencia de noticias que van desde acontecimientos épicos de  la historia americana (3) hasta las cuestiones domésticas urbanas más triviales. Como si fuera poco, un dato vital para los intereses de nuestro blog aparecía apuntado con perseverante meticulosidad: la “relación” (carga) de los buques arribados periódicamente al puerto de Buenos Aires. El análisis somero de aquellos datos permite afirmar lo sostenido al principio, es decir, que el Carlón y el Málaga conformaban casi excluyentemente el renglón de bebidas alcohólicas de ultramar, junto con alguna que otra aparición del Burdeos francés y la Caña o el Aguardiente de Brasil y las Antillas.


Escogimos el ejemplar del 27 de setiembre de 1817 para señalar dos típicas menciones del vino de Málaga. La primera tiene que ver con la antedicha  relación de buques fondeados en el Río de la Plata, en este caso la fragata sueca “Fortuna” procedente de Cádiz (4). Según el matutino gubernamental, junto con otros enseres, en sus bodegas comparecieron 100 barriles y 6 pipas de vino de Málaga. La segunda cita es aún más notable, puesto que demuestra todavía mejor la profusión del producto entre el comercio minorista de la época. En lo que parece ser una especie de “sección policiales” bajo el título Comisión de Hurtos, podemos saber que a don Domingo Gallino se le habían sustraído seis barriles de vino de Málaga de su local, incluyendo el relato detallado de las circunstancias del hecho.


Desde luego, no olvidamos degustar un espécimen ejemplificador. Para ello recurrí a una vieja botella (15 años, al menos) de cierta etiqueta bastante famosa: Quitapenas Dorado, perteneciente a la bodega Hijos de José Suárez Villalba. Un color dorado oscuro y profundo fue el anticipo de los aromas plenos y envolventes, cargados de analogías a frutas secas confitadas que revalida la boca bien dulce, melosa, con mucho sabor a pasas de uva. De hecho, este último matiz define prácticamente el perfil del producto y nos brinda una buena aproximación a la respuesta del por qué tanta fama en los viejos tiempos. A las explicaciones históricas  (región cercana a los puertos del sur de España, con una antigua  tradición vitivinícola) y técnicas (vinos que soportaban bien los viajes gracias al elevado contenido de alcohol y el azúcar), se suman entonces las propias virtudes de una bebida perfecta para acompañar postres, dulces y repostería, sin olvidar que también existían versiones secas, utilizadas tal vez para hacerle los honores a las típicas viandas hispanas basadas en embutidos y frutos de mar.


Descubrimos así algunos secretos de aquel vino legendario, tan presente en los hogares fundacionales de nuestro país.


Notas:

(1) Por una cuestión de sonoridad, suele afirmarse que el Carlón era originario de la región de Benicarló, sobre las costas del Mediterráneo, pero lo cierto es que la vitivinicultura nunca fue allí una actividad lo suficientemente importante como para satisfacer el abastecimiento de las colonias españolas en América. Mucho más lógico resulta considerar que dicho rótulo no estaba relacionado con Benicarló como zona productora, sino como puerto de procedencia. Así,  la vastamente extendida gracia “Carlón” designaba prácticamente a cualquier tinto de la península ibérica embarcado en ese punto, e incluso a muchos otros que ni siquiera provenían de allí. A partir de 1850 pasó a ser  un nombre genérico aplicable a la mayoría de los vinos rojos fuertes, oscuros, comunes y  baratos que se expendían en el país, tanto nacionales como importados.
(2) En este caso, el siempre útil  archive.org
(3) Obsérvese, por caso, la siguiente nota publicada el mismo 27 de septiembre de 1817, cuyo contenido habla por sí solo.


(4) Es muy lógico preguntarse cómo llegaban con tanta facilidad a nuestras tierras los productos de España, reino con el cual estábamos en guerra. La respuesta es larga y compleja, pero se puede resumir en dos puntos. Primeramente, no era fácil en aquellos días reemplazar determinados artículos  provistos hasta entonces por la península ibérica, por lo cual no había más remedio que continuar abasteciéndose de ellos. En segundo lugar, las evidencias dejan claro que aunque ya casi  no anclaban en Buenos Aires los buques españoles, tales mercaderías llegaban  a bordo de naves con bandera de terceros países, especialmente Inglaterra y Suecia. 

domingo, 3 de julio de 2016

El caldo de pasas, el vermouth artificial y otros bebistrajos irregulares de antaño 2

Lo repasado hace dos entradas nos permitió apreciar el grado de informalidad que existía en la industria argentina de bebidas a finales del siglo XIX, así como algunos de sus ejemplares más emblemáticos. Sabemos también que las denominaciones empleadas para definir ciertos brebajes típicos del período en cuestión no eran oficiales ni precisas, haciendo que un mismo producto pudiera ser identificado de múltiples maneras. El vino de pasas, el caldo de pasas, la bebida artificial y el vermouth artificial eran, entre otros, los componentes de aquel elenco caracterizado por su presencia generalizada y  su naturaleza difusa. Así se desprende con claridad de los fundamentos incluidos en la norma publicada por el Boletín Oficial el 9 de Julio de 1895 que citamos en la ocasión anterior. Fue entonces que nos preguntamos si acaso habrán existido fabricantes oficialmente registrados, ya que la actividad  -si bien huidiza y evanescente a la hora de su fiscalización impositiva-  no era, de hecho,  ilegal.


La respuesta es contundente en sentido afirmativo. No hace falta investigar muy a fondo para toparse con los vestigios del caso, toda vez que durante su “época de oro” (1880 a 1900) quedaron asentadas innumerables evidencias gráficas en forma de menciones literarias, propagandas y  textos de carácter público. Quizás la mejor fuente al respecto es el Censo Nacional de 1895, cuyo apéndice de industria presenta todos y cada uno de los establecimientos grandes, medianos y chicos que funcionaban  en el país. Dado que los bebestibles constituían uno de los sectores más dinámicos en la economía de la época, el hallazgo de bodegueros, cerveceros, licoristas y demás elaboradores o fraccionadores es harto común entre sus páginas, así como también de quienes fabricaban los fluidos que nos ocupan. Una investigación documental llevada a cabo en el Archivo General de la Nación hace algún tiempo me permitió obtener imágenes de ciertos casos evidentes y paradigmáticos, entre los cuales seleccioné una terna ubicada en la Capital Federal: Victorio Briola (fábrica de bebida artificial), José Stabon (fábrica de vino de pasas) y Feretti Adano (caldo de pasas de uva). En el segundo caso me ocupé luego de indagar  algunos apuntes personales volcados en la parte poblacional del censo  (1).


No obstante la abundancia oficialmente registrada de estos “emprendedores”, hay indicios todavía  mejores para comprobar que los productos resultantes eran algo cotidiano en las proximidades históricas del 1900. Como ejemplo de ello, vaya la siguiente publicidad de la santafecina Licorería Franco Argentina, de Luis Gilomen y Cía, que anunciaba sin mayor tapujo su “especialidad en vino blanco artificial”.


También nos comprometimos a aclarar un poco la utilización que se les daba a los bebistrajos de referencia. Todo indica que el consumo “puro” (si de pureza se puede hablar) no conformaba su destino mayoritario, sino que eran adquiridos en grandes cantidades para cortes con otros productos, y muy especialmente con vinos de distintas procedencias. Hemos analizado reiteradamente la gran variedad de orígenes que presentaba entonces el mercado vinícola patrio, cuando abundaban los artículos importados de Francia (Burdeos), Italia (Barbera), España (Carlón, Priorato), Portugal, Alemania, y los nacionales de Mendoza, San Juan, Salta o la propia Buenos Aires, entre otros. Pero que se los vendiera bajo esas denominaciones no implicaba necesariamente que el 100% del contenido fuera lo que decía la etiqueta; bien al contrario, la práctica del “corte” era no sólo habitual sino también aceptada como parte del negocio, más allá de las críticas que recibía por su tendencia al engaño y la falsificación. Veamos a dos imágenes significativas al respecto: un extracto del texto del Boletín Oficial que resume en qué consistía la cosa, y otra prueba documental del censo 1895, esta vez  sobre un establecimiento que declara como actividad el “corte de vinos” (2).


Podríamos seguir detallando otros párrafos de aquella nota publicada hace poco más de ciento veinte años, pero nos limitaremos a decir que ya entonces se vislumbra la debacle progresiva de los procedimientos del fraude, al menos tal como se los practicaba en ese momento. La persecución por parte de las autoridades (que buscaban recaudar), los magros márgenes de ganancia y el lento pero seguro crecimiento de la industria del vino genuino (en volumen y calidad), eran algunas de las realidades que iban acorralando poco a poco a los fabricantes de bebidas artificiales. Incluso el texto que nos convoca así lo manifiesta, afirmando que “ya hay fabricantes que han resuelto suspender la elaboración del caldo de pasas y sustituirla por la del 1 por 3” . Más allá del interrogante que plantea esta última y misteriosa denominación (3), sabemos que menos de diez años después se constituyeron las primeras asociaciones de productores de vinos para defender el honor del gremio frente a las prácticas de fraude. Mientras tanto, las normativas del sector se hacían más específicas y los controles más severos.


En otras palabras: la Argentina se modernizaba en todos los órdenes, incluyendo la industria de bebidas que tan singulares especímenes del timo y la picardía llegó a producir en algún momento de su historia.

Notas:

(1) El austríaco José Stabon, de 23 años al momento del censo y ocupación Fabricante de Vinos,  vivía en un inmueble propio sito en la misma sección que figura como lugar de su actividad industrial (casi con seguridad, fábrica y casa eran lo mismo) junto a su esposa argentina Emilia de Stabon , de 22, con quien llevaba dos años de casado. El joven matrimonio declara haber tenido un hijo que no aparece allí censado. Hay varias explicaciones para esto último, pero me temo que la más verosímil es un fallecimiento prematuro, tal como era común en aquellos días de elevada mortalidad infantil.


(2) No nos consta que sus prácticas fueran las que aquí estamos planteando. Tal vez Costa, Motto y Cía. era una firma irreprochable, o tal vez no. Subí esa imagen a título de ejemplificar la existencia de empresas especialmente dedicadas a cortar vinos.
(3) No he logrado hallar otras referencias sobre el sugestivo “1 por 3”. ¿Uno de agua por tres de vino? Esto es muy probable, ya que de ese modo el fraude se hacía más simple y menos costoso, evitando las fermentaciones, las maceraciones y todos los agregados que fueron descriptos en la entrada anterior del tema.