jueves, 18 de febrero de 2016

Cordial, el licor de la "Belle Époque"

Cuando buscamos descripciones técnicas precisas y definidas,  pocos términos asociados al mundo de las bebidas son tan esquivos  como  el  de  Cordial.  Sin  embargo,  sus  distintos significados sobrevuelan siempre alrededor del universo de los licores dulces.  Tanto Cordial a secas como Cordial Medoc  o Cherry  Cordial  nos llevan invariablemente hacia dicho grupo de productos,  aunque  es posible  encontrar  otros  usos  no alcoholíferos referidos al vocablo que nos ocupa, tanto entre los bebestibles  (1)  como  fuera  de  ellos  (2).   Revisando someramente la historia de los cordiales, podemos concluir lo siguiente:  el Cordial es un licor basado en la maceración de alguna fruta roja de baya como la frambuesa  o  la cereza, mientras que el Cherry Cordial se refiere específicamente a esta última,   además  de incorporar el ingrediente visual del color rojo (el Cordial común es casi incoloro, con una leve inclinación hacia el amarillo verdoso).  Por  su  parte,  el  Cordial  Medoc  fue  una variante elaborada en Francia en base a destilados de vinos, también oscura, tan famosa en su tiempo como lo fueron las otras dos. Pero este blog se ocupa específicamente de las historia de los consumos en la Argentina del ayer, y veremos que hay mucho para decir sobre el particular, lo cual avalamos degustando una antigua botella de afamada marca internacional.


No es la primera vez que hacemos mención del profuso dispendio de licores dulces que se hacía en estas tierras durante la segunda mitad del siglo XIX  y  la primera del XX. Si hablamos en concreto de Cordial en cualquiera de sus formas, podemos encontrar muchas referencias históricas de tipo documental y testimonial ubicadas entre 1880 y 1920. Ese dato nos llevó a titular esta entrada tal como lo hemos hecho, dado  que  los licores cordiales en Argentina parecen haber transitado su edad de oro en concordancia con aquel período llamado comúnmente Belle Époque. Las evidencias que podríamos señalar para sostenerlo son incontables, desde escritos literarios hasta propagandas en diarios y revistas, pero preferimos volcar un par de textos oficiales por su carácter incontrovertible. A uno de ellos lo hemos pormenorizado aquí mismo hace muy poco:   el  capítulo  de comercio del Censo 1887 de la Ciudad de Buenos Aires, donde se incluyen dos marcas de Cherry Cordial  asequibles en las tiendas porteñas de esos días: Peter Herenges y Peter Jurgenzen. Años más tarde, el 29 de diciembre de 1904, el Boletín Oficial de la República Argentina dejó constancia de la solicitud de la marca genérica Cordial Medoc por parte del reconocido fabricante galo G.A. Jourde , de Burdeos (podemos ver una añosa botella al costado de este párrafo ).


La buena fortuna, sumada a la gentileza de un amigo,  nos puso frente  una botella de Cordial Campari con más de treinta años de antigüedad,  perteneciente  a  uno  de  los  tantos  y entrecortados períodos en que nuestro país recibió tal tipo de importaciones.  El momento  escogido  para  su  cata  fue  la sobremesa de una excelente cena con la participación de los entendidos Jorge Martínez, Antonio Fernández (benefactor que donó el ejemplar), Enrique Devito, Alejo Berraz, Sebastián Nazábal,  Guillermo Murias,  Carlos González  y  José  Luis Belluscio, quienes acompañaron al que suscribe en el análisis del producto. Antes que nada, es bueno saber que Campari elaboró  el  artículo  en  cuestión  desde  1860  hasta  2003, cuando fue definitivamente discontinuado.  Nuestra botella era  un genuino espécimen salido de la planta de Milán, datado casi con seguridad entre los años 1979  y 1983 (3). Además de esa certeza, los datos ubicados en el envase nos proporcionaron un par de referencias adicionales: licor de frambuesas de 36 grados de alcohol, introducido al país por la casa Dellepiane.


La ingesta previa e incluso simultánea de otros buenos líquidos (mojito, pisco sour, whisky escocés de primera marca, sin contar  varias  botellas  de  vinos blancos   y tintos) no impidió una unánime e instantánea ponderación de la calidad del Cordial apenas después de servido. Su color  bien  pálido  con  muy  tenues  reflejos   verde-amarillentos no parecía insinuar el carácter noblemente espirituoso del aroma,  en  el que sobresalía la limpieza de un magnífico alcohol vínico empleado como base. El gusto  no  se  quedó atrás:  notas  muy  delicadas  de frambuesa  en  sintonía con ciertos  tonos  apenas especiados y mentolados,  pero dentro  del  perfecto equilibrio sostenido por un dulzor bien moderado y el constante fondo de alcohol añejo de primera calidad.   Además del previsible qué bueno está,  uno de los comentarios más escuchados fue que seguramente ya no se elaboran alcoholes de tamaña calidad, y eso es tristemente cierto. La inmensa mayoría de los licores dulces de hoy (con excepción de raras y escasa marcas extranjeras) transitan por el camino del sabor exacerbado a fruta y el dulzor empalagoso, bien contrario al prototipo de elegancia, complejidad y evidente durabilidad que nos tocó probar.


Ya sabemos lo que sentían los argentinos que bebían cordiales hace cien años, y no podemos menos que envidiarlos: a diferencia de nosotros, estaban acostumbrados a una calidad que hoy no sólo  resulta difícil de producir o de adquirir, sino incluso de imaginar.

Notas:

(1) Especialmente en las poblaciones angloparlantes, la expresión Cordial se utiliza asimismo para los jugos concentrados de fruta. Lo hemos visto cuando revisamos el viejo libro de stock de 1898 del Ferrocarril del Sud, más precisamente en la entrada sobre las bebidas sin alcohol. En aquella ocasión fue el Lime Juice Cordial (jugo de lima dulce), que se empleaba en la preparación de cócteles y mezclas varias. Al respecto, hay bastante material publicitario de época en la web.


(2) En USA, además, se acostumbra llamar Cherry Cordial a los bombones rellenos con cerezas y almíbar.


(3) El dato más revelador fue la mención de cierto requerimiento legal de tipo numérico fechado en 1979, lo cual indica que no puede ser anterior a ese año, mientras que en 1983 se cerró la importación de artículos denominados “suntuarios” (como son los licores según nuestras leyes impositivas). Descartamos la pertenencia al siguiente período de apertura (1990-2001) por otros vestigios que omitimos enumerar, dado lo engorrosa que resultaría su explicación.

martes, 9 de febrero de 2016

El cine nacional y su mirada sobre los bares porteños a lo largo del siglo XX

Allá por setiembre de 2014, en ocasión de celebrarse los 150 años  de  El  Federal,  comenzamos una entrada alusiva al tema asegurando lo siguiente:  “pocas cosas resultan tan caras a la idiosincrasia de los porteños como sus cafés, con todo el contenido que eso implica: el encuentro, los amigos, la espera, la charla y otras situaciones que conforman un espíritu único y singular”. Nada de lo dicho ha cambiado desde entonces hasta hoy,  y bien cabe asegurar que la frase representa  un cuadro de situación bastante acertado en torno al ambiente de los bares de Buenos Aires. Pero sabemos que el origen del rubro es tan antiguo como la patria misma, dado que existen numerosos testimonios sobre su presencia en los tiempos de la Revolución de Mayo. Ahora bien, considerando los dos siglos de historia implícitos en ello, la pregunta que uno puede hacerse es la siguiente: ¿fue siempre así, o acaso el típico bar porteño tuvo alguna vez otras connotaciones? Para responder tal interrogante trazaremos una ligazón entre el tópico de los bares y una de sus mayores fuentes testimoniales: el cine argentino.


Pensar que las actividades comerciales gastronómicas se mantuvieron inalterables durante dos siglos equivale a negar los enormes cambios económicos y sociales que vivió el país. Por  eso,  queda claro que los comercios de nuestro interés se fueron transformando con el correr de las décadas,   tanto como lo hicieron sus eternos parroquianos. Hay, por ejemplo, suficientes evidencias como para afirmar que los bares fueron sitios más bien marginales hasta bien  entrado  el  siglo  XX, empezando por su ambiente casi exclusivamente masculino. Y digo casi porque las únicas excepciones a esa regla no escrita tenían que ver con el comercio sexual. Así, en los bares de 1870, 1890 o 1910 podían encontrarse dos posibles cuadros de situación: eran lugares poblados de hombres solitarios (inmigrantes recién arribados, trabajadores solteros, bebedores patológicos, etc.), o eran reductos que enmascaraban el funcionamiento de prostíbulos. Algunos contaban con “divertimentos” accesorios, como riñas de gallos o juegos de cartas, bochas y billares, pero siempre por dinero.   De  un modo u otro, hablamos de locales sórdidos a los que no asistían las mujeres decentes ni los hombres honrados. Sin embargo, el paso de los decenios reemplazaría lentamente esas estampas casi temibles por otras mucho más amigables.


Decíamos que el cine nacional supo registrar el fenómeno con toda su capacidad visual e histriónica. Las obras que presentan el tópico del bar urbano son casi innumerables, pero decidimos citar tres casos testigos correspondientes a sendos períodos del séptimo arte vernáculo (los inicios, la época de oro y el fin del siglo XX), cuyas respectivas secuencias resultan bien representativas de lo que sostenemos. La primera es la legendaria película Tango, de 1933, que gira en torno a los tiempos fundacionales de ese género musical. El momento que nos interesa muestra un  lóbrego comercio de paredes oscuras, ventanas pequeñas y ambiente viciado por el humo del tabaco.  Hay muchas mujeres presentes, pero ellas no están allí para matar el tiempo, sino para ejercer el llamado oficio más viejo del mundo. Los masculinos portan semblantes bien acordes con el término que se usaba en la época: son gente de avería. En las mesas se consumen café y bebidas alcohólicas fuertes. No obstante, la mayor impresión que surge de la secuencia no está dada por las actividades non sanctas que  se practican en el lugar, sino  por  el  entorno  general  de tristeza y abatimiento, de una amargura característica en  personas que han sido llevadas a cierta situación  por las circunstancias de la vida, más que por voluntad propia.


Menos de veinte años después,   lo que podemos apreciar en El Hincha (1951) corresponde a una realidad completamente diferente. El bar ya no es un sitio oscuro ni está relacionado a las actividades propias de la noche. Bien al contrario, se trata del honesto negocio de barrio regenteado por un respetable comerciante  y su  hija,  al que asiste cierto grupo de amigos luego de un partido de fútbol. El ambiente, en este caso, destila bullicio, alegría y emociones “sanas” que nada tienen que ver con la marginalidad delineada en la cinta anterior.    En  las mesas hay muchas botellas de cerveza, pero su presencia no parece sugerir ningún tipo de adicción, sino más bien el simple consumo bebestible capaz de matizar una charla poblada de ingredientes futbolísticos. En general, todo el cuadro carece de elementos “pecaminosos”: estamos ahora en un ámbito afable, bien iluminado, de actividades diurnas, al que concurren familias y amigos como parte de la vida tradicional de vecindario en el viejo Buenos Aires.


Otro salto en el tiempo nos lleva a 1981, cuando  lo plasmado en Gran Valor en la Facultad de Medicina parece estar en las antípodas de todo lo anterior. Como el propio nombre de la cinta sugiere, este bar se  sitúa en  las  inmediaciones  de  un  centro  de estudios universitarios.  Nada queda ya de fútbol, alcohol o conductas ilícitas. El comercio de marras está frecuentado  por  estudiantes  y  profesores prolijamente vestidos (muchos de ellos con corbata), quienes parecen estar allí en forma previa, posterior o intermedia entre clases.  Sólo se consume café mientras se repasan apuntes y libros. Hay personas fumando y ceniceros dispuestos para ello, pero no se percibe la pesadumbre ambiental del tabaco. Algunos detalles, como el televisor,  marcan el abismo tecnológico que separa a ésta de las épocas anteriores, pero lo más importante es que la secuencia nos pone frente a un contexto que vuelve casi irreconocibles los casos anteriores.    Los  bares porteños ya no son reductos de aspecto turbio, como en la década del treinta, ni locales donde se reúnen diariamente los amigos del barrio, como en los años cincuenta. En los años ochenta son sitios pulcros, de carácter utilitario, donde estudiantes, oficinistas y profesionales van a tomar una infusión durante alguna pausa en el moderno y diario trajín.


Lo visto nos permite percibir las transformaciones que sufrieron los bares de la ciudad según se sucedían las épocas, pero sobre todo a la idea que de ellos se tenía entre la población. Y el cine argentino supo dejar registro en muchas de sus obras para que nosotros, décadas después, podamos entender algo más acerca de nuestro pasado.