viernes, 22 de enero de 2016

Minutas, aperitivos y licores en el menú ferroviario más austral del mundo

Al contrario de lo que mucha gente piensa, los ferrocarriles estatales en  Argentina  son bien anteriores a  la   famosa nacionalización de 1948, ya que desde el siglo XIX el estado construía  y  explotaba numerosas líneas en distintos  puntos del país. Por lo general, dichas trazas estaban situadas en regiones muy poco favorecidas en términos productivos y poblacionales, por lo cual se las denominaba “de fomento”. Caso paradigmático es el de la Patagonia, cuyo desarrollo ferroviario estuvo casi íntegramente compuesto por vías y emprendimientos de ese tipo. La provincia de Santa Cruz, concretamente, inició su historia de rieles en el año 1909 con  el comienzo de las obras destinadas a un ambicioso proyecto de más de 2.000 kilómetros de extensión  llamado Ferrocarril Patagónico, que por supuesto nunca llegó a concretarse en su totalidad, pero del que se construyeron algunos apéndices aislados en diferentes lugares del sur de nuestra nación (1).  


Uno de ellos fue la línea de  Puerto Deseado a Colonia Las Heras, cuya vida se prolongó desde su inauguración en 1911 hasta la clausura definitiva de1978. Durante dicho período fue el ferrocarril con servicio regular de pasajeros más austral del mundo (2), que incluso llegó a contar con  bar y restaurante a bordo, al menos durante sus mejores tiempos. De ello da fe,  en  primer  lugar,  el horario de diciembre de 1930 que reproducimos a continuación. Además de la elocuente frase “estos trenes llevan coche comedor”, su lectura nos permite comprender el motivo de semejante lujo en un lugar tan remoto, dado que la formación empleaba nada menos que 8:30 o 9:30 horas -según el sentido de marcha (3)- para hacer los 283 kilómetros entre cabeceras, observando paradas en 14 estaciones y apeaderos dispuestos a lo largo del recorrido. Así, no pasa desapercibido el horario del almuerzo que transcurría íntegramente dentro de las horas de viaje.


Pero no nos quedamos únicamente con el horario. Pudimos  ubicar  otro  testimonio  gráfico  más contundente y específico,  además  de  bastante contemporáneo del primero (4):  un  menú   que incluye buen porcentaje de la oferta gastronómica asequible en aquellos trenes lejanos,  geográfica  y cronológicamente hablando.   Si  bien  la  imagen correspondiente se puede ampliar hasta obtener una fácil lectura, repasaremos brevemente qué se podía comer   y   beber hace ochenta años mientras se surcaban los rieles del desierto austral.  Luego  de los artículos de cafetería hay una breve lista de viandas tipo “minuta” bajo el título de Sandwiches y platos extras, que ofrece variantes de tamaño y presentación en huevos, tortillas, panqueques, bifes, costillas, jamón y pollo, amén de un singular caldo con huevo caído.  Las bebidas empiezan por los licores,  a  saber:  Anís,  Anisete,  Benedictine, Curaçao, Chartreuse, Carabanchel Deu, Hesperidina, Kummel, Marraschino, Ginebras (Bols, Néctar, Dry Gin, Gordon , Burnett), Cognac (común , Domecq), Peppermitn (solo, con soda) y Rhum Negrita.


Por el lado de los aperitivos encontramos textualmente Aperital con Soda, Pineral, Bitter Secrestat con soda, Fernet Branca con soda, Ferro Quina con soda, Vermouth Cinzano, Trinchieri (5), Vermouth  francés,  Jerez Quina con soda, Fernet Branca (esta vez sin soda),  Vermouth  con  Fernet Branca y algunos ítems relativos a cocktails de tipo más bien rudimentario. En whisky se podía elegir entre las marcas Old Smuggler, Dunkan (posiblemente Duncan), Johnie Walker (también mal escrito)  y Dewar etiqueta blanca (que es en realidad Dewars). En cervezas vemos la Inglesa Negra y las afamadas argentinas Quilmes, Pilsen y Palermo, seguidas por un grupo de bebidas sin alcohol,    entre   las   que rescatamos la soda de bolita (un viejo sistema para mantener el gas una vez abierto el envase), la Chufa y la Bilz. Finalmente se visualizan algunos vinos encabezados por copa del estilo, Jerez, Oporto y Marsala.


La lista parece modesta si se analiza con una mirada general, pero adquiere jerarquía de “muy completa” cuando pensamos que el servicio se brindaba  arriba de un viejo tren con coches de madera, a comienzos de los años treinta y en uno de los lugares más remotos e inhóspitos del mundo. De hecho, dudo que en esos tiempos hubiera semejante oferta disponible en algún otro lugar de la Patagonia argentina, especialmente en lo que hace a los bebestibles.  Y es necesario aclarar una última cosa:  lo  transcripto  es,  con   toda seguridad, sólo una parte de un repertorio más completo, ya que falta la lista de vinos por botella y la aclaración del menú específico servido ese día (6).  Pero  es  lo  único  que quedó, y vaya si tuvimos suerte al enterarnos de su existencia, gracias a la gente que se ocupa de guardar y proteger el patrimonio de los tiempos idos (7).


Notas:

(1) El proyecto pretendía unir San Antonio Oeste (Río Negro) con Comodoro Rivadavia (Chubut)  y Puerto Deseado ( Santa Cruz), pero no de la forma más simple y directa que hoy representa la costera Ruta Nacional 3, sino haciendo un  arco que se  internaba rumbo oeste por los faldeos precordilleranos con ramales hacia el mar y la montaña. Como si la idea no hubiera sido lo suficientemente “optimista”, más tarde se pretendió empalmarlo (en los papeles, claro) con el pequeño Ferrocarril Central del Chubut que llegaba hasta Puerto Madryn. De todo eso sólo se hicieron las líneas de San Antonio a Bariloche (la única que aún funciona), de Comodoro Rivadavia a Colonia Sarmiento y la que aquí nos ocupa, de Puerto Deseado a Colonia Las Heras. El siguiente es un mapa que muestra la traza completa de acuerdo al esquema original.


(2) Los únicos trenes más al sur  fueron la línea  industrial entre Río Gallegos y Río Turbio, que sólo transportó pasajeros ocasionalmente, y el pequeño Tren del Fin del Mundo en Ushuaia,  creado para llevar cargas hasta la vieja prisión y convertido luego  en atracción turística.
(3) Nueve y media a la ida y ocho y media a la vuelta, como se puede observar, lo cual tiene su explicación en el relieve de la meseta que se eleva hacia el oeste. Para decirlo en términos sencillos, el tren iba “subiendo” a la ida y “bajando” a la vuelta. Supongo que el intenso viento patagónico (siempre de dirección oeste)  también ejercía su influencia.
(4) Al dorso está escrita la fecha 19 de diciembre de 1933.
(5) Sobre esa legendaria marca hicimos una entrada el año pasado:
(6) Los coches comedores de los trenes presentaban siempre un menú fijo con precio ídem, consistente en sopa o entrada, plato principal (generalmente con dos opciones) y postre. La propuesta variaba periódicamente, pero existían alternativas permanentes para aquellos que no deseaban comer el menú del día. Esos platos son los que hemos visto aquí, y por eso se los presenta como “extras”.
(7) Nuestro agradecimiento a Alfredo De La Fuente, encargado del museo en el Centro de Preservación Lynch del Ferroclub Argentino, quien nos brindó la oportunidad de acceder a éste y otros tesoros históricos en reiteradas oportunidades.

jueves, 14 de enero de 2016

Mate, vino y ginebra: tres bebidas típicas de la historia argentina según el ingeniero Alfredo Ebelot

Como bien dice Amaro Villanueva (1) en el prólogo de la edición 1961 de Editorial Universitaria, Alfredo Ebelot (2) escribió  La Pampa “con alma de amigo”. Este hombre excepcional (como tantos de su generación) vivió más de una década en nuestro país y supo sobrellevar la dura existencia del llamado desierto, nombre con el que se conocía en el siglo XIX a la inmensidad de tierras sureñas habitadas por aborígenes  y  por el variopinto muestrario humano presente en las guarniciones militares y sus embrionarios poblados adyacentes. Allí, entre indios, milicos y pulperos, Ebelot llegó a pensar como gaucho y, sobre todo, a comprender profundamente la idiosincrasia de aquellos hombres cuyo particular  y  legendario modo de vida aún es motivo de admiración y curiosidad en todo el mundo civilizado. Desde luego, en las páginas de La Pampa no faltan las menciones tangenciales (pero aun así valiosísimas) de comidas, bebidas y tabacos consumidos en tan notorios parajes, por tan peculiares personas y en tan singular momento de nuestra historia.


Cada capítulo del libro es una descripción de cierto lugar, personaje o costumbre típica. El primero de todos, titulado El velorio, resulta interesante por el carácter insólito de la usanza delineada. En efecto, su texto pormenoriza cierto hábito otrora muy común en las zonas rurales de toda América hispana: la de velar a los niños pequeños  (llamados “angelitos” en tales ocasiones) durante varios días en medio de un ambiente cuasi festivo, con abundancia de comida, bebidas y baile. La cosa comienza con el arribo de Ebelot y una reducida comitiva del ejército a cierta pulpería sita en medio del campo (llamada “esquina” en la jerga campera).  Invitados a pasar la noche, los forasteros comienzan a preparar un ovino asado en la rudimentaria cocina del lugar. Mientras se encontraba sentado sobre una cabeza de buey y en medio de una humareda abominable (3), el autor fue reconocido como un destacado alsinista (4) e invitado de inmediato a pasar a otra sala, donde se desarrollaba una de las mencionadas jornadas de duelo por la muerte de un chiquillo de la zona. El velorio en sí mismo ofrece un cuadro de situación tan inusitado a nuestra mirada actual que resulta un conjunto tragicómico y grotesco a la vez. De las muchas y detalladas estampas expuestas nos quedamos con la siguiente, que resume a la perfección el ambiente reinante:    un pesado olor a sebo (por las velas), a cigarro y a ginebra cargaba la atmósfera. Un humo denso, tan denso como en la cocina, pero más desabrido, lo envolvía todo, comunicando a las cosas un carácter extraño (…) Se discernían las parejas en medio del humo;   el brazo de los mozos envolvía estrechamente el corpiño de las muchachas, y les hablaban de cerca, algo encendidos por la bebida. Ellas reían a mandíbula batiente y echaban  sonoros piropos (…) Algunos viejos en los rincones fumaban y discutían de caballos…



Viene a colación de lo anterior una infaltable remembranza de las pulperías, que el ingeniero galo detalla en otro capítulo, donde asegura que yo he visto muchas pulperías, he tomado ginebra en un sinnúmero de  boliches,  con  gauchos  de  toda catadura, desde los suburbios de Buenos Aires hasta los confines de la Patagonia.  En el caso que nos ocupa, el titular del establecimiento (situado a tres días  de  galera (5) desde la última estación de ferrocarril) era un vasco joven recién llegado a América. Su carácter republicano y socialista le había valido muchos problemas familiares (su parentela era íntegramente carlista y su padrino cura), por lo cual debió emigrar a tan lejanas comarcas. El hombre de referencia era quien trabajaba dentro de una sociedad de dos (el inversionista era el patrón), aunque tenía expectativas de progreso merced al que consideraba como verdadero “negocio”:   la compra, el acopio  y  la venta de cueros. Pero lo que más nos interesa aquí es un enunciado que enaltece los gustos del susodicho al decir: (…) teníamos estas pláticas en los fondos del almacén, cuya entrada estaba para mí siempre franca, apurando copas de un vinito cuyo análogo no se hubiera hallado registrando todas  las  pulperías  de  la provincia. Mi huésped, sólido bebedor, no tomaba sino vino, y tenía buen paladar. Los malos aguardientes con que se embrutece el gaucho no le decían nada.


Desde luego que no falta el mate en las amenas líneas de Ebelot. Sus cualidades son abundantemente ensalzadas a lo largo de otro apartado,    pero la síntesis textual de todo ello es la siguiente: una pava y una curga seca (6) es cuanto se necesita (…) Con esto, en pleno desierto, en cinco minutos, cuando principie a sentirse el borbollón del  agua hirviendo sobre un fuego improvisado de bosta de ovejas o de tallos secos de cardos, el viajero habrá apagado su sed, se hallará reconfortado y alegre al aspirar lentamente con la bombilla unos sorbos del líquido bien caliente.  Le parecerá que no todo es malo en el mundo ,   y que el generoso mortal que generalizó el mate en tan inhospitalarias soledades habrá de ser varón que entendía la vida… Sobran las palabras, sobre todos si consideramos la gente, el lugar y la época.


Si este fuera un espacio de divulgación histórica en general, harían falta incontables entradas para referir todo lo bueno y apreciable que ofrece La Pampa a quien sondea sus páginas. Pero nos quedamos, como siempre, con aquello que invoca esos viejos consumos de nuestros antepasados.

Notas:

(1) Poeta, escritor y ensayista argentino (1900-1969). Fundador de la Academia Porteña del Lunfardo.
(2) Ingeniero francés (1839-1920). Radicado en Buenos Aires desde 1870, fue llamado por Adolfo Alsina en 1875 para colaborar técnicamente en la construcción de la célebre Zanja de Alsina. Tras la muerte de éste continuó trabajando para el gobierno en diferentes obras que lo obligaron a recorrer buena parte del territorio patrio.
(3) Tengamos en cuenta dos cosas harto frecuentes en la ruda campiña de la época: la llamada “cocina” era un simple fogón sin ventanas, y para alimentar el fuego se utilizaba bosta seca de vaca u oveja.
(4) El partido alsinista o autonomista era un movimiento político encabezado por Adolfo Alsina, quien fue gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1866 y vicepresidente de Sarmiento entre 1868 y 1874. La creciente popularidad  de su figura lo hacía el favorito para las elecciones presidenciales de 1880, pero el inesperado y prematuro fallecimiento en 1877 impidió la concreción de tales aspiraciones.
(5) Ya lo hemos mencionado alguna vez, pero vale la pena repetirlo: la galera era el carruaje de pasajeros utilizado en estas tierras, equivalente a la célebre diligencia tan difundida por el cine norteamericano. La que sigue es una foto mucho más cercana en el tiempo (circa 1920) de uno de esos transportes. En el costado se puede leer la leyenda con indicación de su recorrido: Mar del Plata a Balcarce. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, dicho método de locomoción fue perdiendo vigencia merced al desarrollo de las líneas férreas, pero logró subsistir casi un siglo para unir trayectos cortos que no estaban servidos por tren en forma directa. El ejemplo de la foto es bien demostrativo: aunque son muy cercanas entre sí, Balcarce y Mar del Plata pertenecían a ramales diferentes del Ferrocarril Sud, por lo que un viaje en tren implicaba un largo rodeo y la incomodidad de varios trasbordos. La galera, en cambio, era directa, pero esa ventaja finalmente sucumbió frente a la competencia del automotor.

 

(6) Curga: mate (recipiente) en guaraní.