miércoles, 28 de octubre de 2015

Sanguinetti, Pelliza, Otero, Rolleri, León, Roman y Stolbizer: los siete viñateros de la Reina del Plata 4

La primera conclusión lógica luego de las tres entradas precedentes es que los siete viticultores afincados en la Ciudad de Buenos Aires por la década de 1890 no eran improvisados. Varias señales  permiten advertir el factor conocimiento en sus labores viñateras,  quizás adquirido en los respectivos países europeos de origen. Los síntomas son claros: plantaciones de extensión  respetable  (considerando el lugar y la época), metódicos sistemas de cultivo, labores agrícolas de base científica y, por sobre todo, una unánime intención de producir más  allá  del  círculo  íntimo  o  las necesidades de subsistencia (1). Dicho de otro modo, estas personas,  que conocían bien su trabajo,  tenían  viñedos porque era una actividad rentable, ni más ni menos. Sin embargo, tal certeza  no hace más que suscitar una segunda generación de interrogantes, empezando por el destino final de las cosechas. En este sentido ya tenemos algunos datos: tres de los censados declaran que es para vino y otro manifiesta un mix de uva de mesa y uva para vinificar. No hay respuestas en los tres casos restantes, aunque bien podemos suponer que no estaban  muy lejos de las alternativas antedichas.


La opción uva de mesa carece de aspectos enigmáticos, dado que sus posibles fines sólo pueden ser (aparte de algún consumo propio) la venta a los mercados de la ciudad, a  las  fruterías de la zona, a los fruteros ambulantes o a los vecinos más cercanos. La opción vino, en cambio, abre todo una abanico de posibilidades. A modo de ejemplo, ¿dónde se elaboraban los caldos? ¿En las mismas propiedades? ¿Había entonces siete bodegas, además de siete viñedos, en la ciudad de Buenos Aires al filo del  novecientos? Los documentos históricos nos dicen que sólo Santiago Rolleri contaba con un establecimiento oficialmente erigido a  tal  efecto    (el  único registrado en el Boletín Industrial del mismo censo)  y no hay motivo alguno para dudar de esa información. Por lo tanto, valoro a la que sigue como probabilidad  más sensata: las uvas declaradas “para vino” eran mayormente (2) vendidas a otros inmigrantes que lo elaboraban en sus propias casas, pero que no tenían tiempo, espacio físico ni capacidad económica para llevar adelante un cultivo tan aplicado como el de la vid. De hecho, y sin detenernos a revisar la abrumadora evidencia histórica al respecto, todavía hoy existen aficionados que vinifican artesanalmente  en pleno  Buenos Aires con  materia  prima originaria de Cuyo.  La lógica de 1895 es obvia:  ¿para qué traer los frutos desde tan lejos habiendo disponibilidad en los suburbios más inmediatos?


No olvidamos investigar un tópico bosquejado tangencialmente durante las tres entradas anteriores. Si sopesamos que para 1905 todos estos emprendimientos ya no  existían,  parece lógico preguntarse los motivos de su desaparición. Comenzaremos  por  desechar  un  par  de razones aparentemente verosímiles, que son la economía y el  clima. Varios  datos  plasmados  en  el  mismo  censo descartan la primera de estas hipótesis, en especial el valor que los quinteros porteños declaran recibir por kilo de uva, coincidente  con  todos  los  testimonios  de  la  época  en cualquier parte del país (3). Además, vemos algunos viñedos implantados en forma demasiado reciente al momento de la estadística (entre 1890 y 1892), lo cual le quita todavía más sentido a la explicación del “negocio frustrado”. Las fichas del boletín también ofrecen suficientes elementos como para descartar el factor climático. Queda claro que los viñedos de Buenos Aires padecían las principales enfermedades características de zonas húmedas, pero en las respuestas relativas al punto no se advierten impedimentos o falta de capacidad para remediarlas. Los costos aplicados a ello eran altos, sin dudas, pero se veían compensados por la eliminación total de fletes en una ubicación geográfica prácticamente lindante con del mayor centro de consumo. Y si lo dicho no resulta persuasivo, tengamos en cuenta una última cosa: varias comarcas vitivinícolas cercanas a la Capital Federal, como Quilmes, Avellaneda o Escobar, lograron perdurar al menos cuatro décadas más bajo similares contingencias climáticas, habiendo experimentado el mismo contexto económico y sufriendo idéntica competencia de Mendoza y San Juan.


En  definitiva,  ¿qué fue lo que acabó con las vides porteñas?  Quizás los lectores lo estén intuyendo desde hace tiempo, pero vale la pena una explicación final. El motivo que hizo desaparecer no solamente a los viñedos,  sino a todas las producciones agrícolas establecidas en territorio capitalino federal a fines del siglo XIX,  fue el avance de la urbanización.   En las imágenes del plano topográfico de 1895 subidas durante las entradas anteriores se aprecian  los vestigios de lo que podríamos llamar    presión inmobiliaria: calles proyectadas sobre viejas quintas, divisiones que auguran barrios incipientes, nuevos ferrocarriles que se abren paso entre las antiguas propiedades. En otras palabras,  era  el progreso  que llegaba para cambiar las cosas en la principal metrópolis de una Argentina cuya población crecía a tasas jamás vistas, antes o después. Aquellos viñateros deben haber notado con rapidez lo inevitable del fenómeno,    que además les ofrecía una oportunidad única para hacer el negocio de sus vidas. En efecto, donando al municipio las franjas correspondientes a calles y aceras podían mantener para sí el resto, es decir, toda la superficie construible de las nuevas manzanas. Luego, mediante loteos bien promocionados, lograban una revalorización de sus propiedades infinitamente superior a las expectativas más optimistas en cualquier actividad productiva convencional.


Poco a poco, el empedrado, la baldosa y el ladrillo cubrieron la tierra, las plantas y los arroyos. Y también  cultivos que hoy nos parecen casi inconcebibles,  como aquellos que supieron establecer, cuidar y cosechar los siete viñateros de la Reina del Plata.

Notas:

(1) Por  las  dimensiones  reducidas,  el único caso que puede prestarse a dudas es Stolbizer, aunque las cifras resultantes  de su hipotética productividad ahuyentan cualquier idea de una viña destinada exclusivamente al  autoabastecimiento. Calculando unos magros 3.000 pies por hectárea y 2 kilos de uva por planta (que no era mucho en ese entonces) sus 0,4 has podían producir anualmente 2.400 kilos de uva fresca o 1.600 litros de vino, cifras por demás excesivas para el consumo doméstico.


(2) Digo mayormente porque no descarto en absoluto la elaboración propia en el mismo lugar de los viñedos, aunque todo indica que solamente Rolleri lo hacía de una manera regular y a escala comercial.
(3) Entre 20 y 30 centavos.

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