lunes, 23 de septiembre de 2013

Estampas del comercio antiguo: las fondas

Hay algunas palabras que no tienen un significado preciso, aunque todo el mundo sabe bien a qué se refieren. El término fonda, por ejemplo, hace alusión al simple y modesto local de comidas. Sin embargo, según los diccionarios de la lengua castellana, el vocablo es uno de los tantos sinónimos de “restaurante”. Pero nadie utiliza ambas expresiones con idéntico sentido, ya que la fonda evoca un lugar particularmente sencillo, económico, de escasa jerarquía gastronómica. El mismo problema se presenta al tratar de establecer exactamente cuál es la diferencia concreta entre fonda, bodegón, boliche y cantina. Todo indica que en el siglo XIX cada uno de estos tipos de comercios parecía representar algo muy específico, aunque la posteridad no logró distinguirlos entre sí del todo bien. Por esa razón vamos a evocar a las fondas argentinas como una genuina representación del típico restaurante urbano de los barrios y suburbios, tanto si fueron registradas con ese nombre o con alguno de sus análogos: bodegones, boliches o cantinas. Lo que sigue, entonces, será el breve repaso histórico de todos ellos a través de una estampa común.


El primer apunte descriptivo sobre el tema en el ámbito porteño es de José Antonio Wilde, que en Buenos Aires, desde 70 años atrás nos brinda un pantallazo de los más bien guarros locales existentes a  mediados  del siglo  XIX,  la  mayoría  de  ellos ubicados en las inmediaciones de la Plaza de Mayo. Entre otras cosas, Wilde señala que “el menú no era muy extenso, ciertamente; se limitaba, generalmente, a lo que llamaban comida “al uso del país”:  sopa, puchero, carbonada con zapallo,  asado,  guisos de carnero,  porotos,  mondongo, albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más. Postre, orejones, carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país) de inferior calidad (…) El vino que se servía quedaba, puede decirse, reducido al añejo, seco, de la tierra y particularmente carlón.” Desde luego, esa pronunciada falta de diversidad comenzó a  modificarse a partir de las décadas de 1870 y 1880 con la llegada masiva de inmigrantes europeos.


Los italianos, españoles y franceses tuvieron una enorme gravitación en semejante cambio, ya que fueron ellos quienes rápidamente pasaron a monopolizar el gremio en carácter de empleados (cocineros, mozos) o propietarios. Diego del Pino apunta una anécdota al respecto  mediante la evocación de cierto cocinero italiano que trabajaba en un bodegón llamado Gattoni,  sito en Jorge Newbery y Fraga,  en el barrio de Chacarita.   Este personaje solía blandir la cuchilla con increíble velocidad y destreza para picar el perejil y el ajo sobre una tabla. Cuando pasaba una mosca volando cerca, su grito habitual era ¡guarda la gamba! Más allá de la colorida añoranza, lo cierto es que la presencia de tantos europeos en el sector hizo que la vieja y aburrida gastronomía criolla de estilo colonial diera paso a otra mucho más variopinta, a la que los recién llegados aportaban sus tradiciones, toda vez que recibían y aceptaban (forzosamente) las costumbres locales y sus  productos, especialmente la carne.  La  culinaria  resultante  solía  sufrir  un  cierto  exceso  de personalidad cosmopolita, lo que daba lugar a irónicos comentarios por parte de algunos cronistas de aquellos tiempos. Así sucedió en el caso de Aníbal Latino (1) hacia el año 1890,  quien se sorprendía al encontrar,  en un comercio de la calle 25 de Mayo,  el siguiente cuadro: “una dama se dedicaba a varias tiras de tallarines. En otras mesa, unos franceses saboreaban una ración de pollo; más allá, tres o cuatro italianos corpulentos iban dando fondo a un enorme plato de ravioles, mientras algunos ingleses trinchaban sus bistecs,  y otros alemanes, tajadas de pavo”.


Esas cosas sucedían en sitios casi siempre ubicados en las esquinas, caracterizados por sus mostradores de madera o estaño, sus jarras  para servir el vino suelto (2), sus vasos de vidrio grueso o “lupa” (que generaban una falsa impresión de volumen), sus porciones abundantes, sus mozos campechanos, sus sótanos abarrotados  de  barricas  con  diferentes bebidas y cajones de cerveza, así como por un grado de descuido visual y desaseo que hoy nos puede parecer casi grotesco, pero que en ese entonces formaba parte de las costumbres del ramo.  Algunos  componentes  de  orden práctico se fueron convirtiendo,  con el tiempo,  en arquetipos decorativos,  como los jamones colgados en el techo. Otros eran elementos de la ornamentación desde siempre: tal es el caso de las fotos, los cuadros y las imágenes  de la “madre patria” o los objetos marinos (timones, redes, ojos de buey) visibles en aquellos establecimientos cercanos al puerto. Sin olvidar, desde luego, los infaltables letreros que informaban sobre Edictos de Policía: uno se titulaba “Ebriedad y otras intoxicaciones”, y el otro “Juegos de naipes, dados y otros”.  Este último detallaba todo lo que no se debía hacer al respecto, especialmente en materia de apuestas, aunque la realidad solía ser otra.


El ambiente que nos ocupa comenzó a cobrar matices con el paso de las décadas: cantinas fiesteras en La Boca, figones para oficinistas en el microcentro porteño, boliches para obreros en los barrios fabriles, o incluso una conjunción de todos ellos bajo el mismo techo. En la fonda, el bodegón o la cantina podían entremezclarse hombres solitarios en mesas pequeñas con reuniones multitudinarias en mesas enormes y alargadas. Todas las figuras humanas se daban cita en aquellos lugares actualmente desaparecidos (al menos, en su formulación antigua, que se mantuvo con variantes hasta el decenio de 1970) y, en cierto modo, extrañados. Los supuestos “bodegones” de hoy  son locales dotados de una molesta afectación visual, casi siempre sobrecargada de elementos que pretenden evocar a sus similares de antaño. Y además son caros, con ofertas culinarias pretenciosas y  precios inventados para el turismo incauto. El único vehículo que nos puede llevar a la experimentación de una verdadera fonda del pasado está en la ciencia ficción: es la máquina del tiempo.


Notas:

(1) Sinónimo de José Ceppi  (1853-1939) periodista y escritor italiano radicado en Argentina desde 1886. Al igual que Wilde, es responsable de algunos de los pocos trabajos que existen sobre la vida en la Argentina secular del XIX, como  Tipos y costumbres bonaerenses o el Manual del inmigrante italiano
(2) Origen de diferentes envases típicos, de los cuales el célebre pingüino es el más recordado.


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