miércoles, 11 de septiembre de 2013

Dos maravillas de la enología cuyana

No por nada tienen tanto éxito los libros Guiness o el legendario programa de Ripley,  Believe or not.  La fórmula de lo insólito,  de  lo  raro, de  lo  fabuloso, cuenta  siempre  con  una  legión  de  seguidores incondicionales.    Ocurre  que  la  capacidad  de sorpresa nunca se pierde del todo (aunque a veces se afirme lo contrario)  y constituye una sensación irresistible. ¿Qué objeto tendría la vida si no quedara nada  por lo cual maravillarse?  Por ese motivo, no existe quien no sienta  la piel de gallina cuando se enfrenta a portentos naturales o artificiales tales como la Gran Muralla, las cataratas del Iguazú, las pirámides de Gizeh o el glaciar Perito Moreno. Pero el asombro por lo curioso no se agota en los extremos superlativos; no siempre son las cosas enormes y colosales las que producen maravilla. También hay historias más pequeñas, curiosidades localizadas, singularidades tan dignas de ser descubiertas y conocidas como las más impresionantes por su envergadura física. Con esa filosofía,  repasaremos  en  esta entrada la existencia de  dos  “maravillas” históricas de los tiempos de oro de la industria del vino cuyano. La primera merece tal calificativo por su tamaño; la segunda, por su antigüedad.


Veamos el primer caso. Durante las décadas de apogeo de los grandes contenedores de roble, era frecuente que cada establecimiento  acreditara  un  alto  porcentaje  de  su capacidad conformado por recipientes de ese material.  La bodega  Santa  Ana  llegó a disponer de  222  vasijas de madera, entre cubas, fudres y toneles, que sumaban poco menos de siete millones y medio de litros; casi el sesenta por ciento de la capacidad total de la bodega.   Pero una de aquellas piezas se destacaba netamente del resto: la gran cuba de 300.000 litros, señalada como la mayor de América. Semejante portento del añejamiento vinícola fue construido en el año 1920 por artesanos especializados contratados y traídos desde Francia. Por supuesto, las duelas, los flejes y todo el material necesario fueron importados desde el país galo,  quedando  el  armado  final  a  cargo  de  los destacados técnicos foráneos. Durante muchos años circuló por la empresa una foto del almuerzo previo a la terminación del trabajo, que demandó varias semanas. En ella se podía ver, a través de la última y angosta sección de duelas que faltaba completar, una mesa situada en el interior de la cuba y a los operarios disfrutando en ella de su comida. Aunque ya no se usa, la gran pieza permanece intacta en su lugar de emplazamiento original, al igual que buena parte de sus hermanas menores


Ahora analicemos el segundo. Muchos saben que la bodega González Videla es la más antigua de Mendoza aún en pie, y una de las más longevas de nuestra patria.   Construida en Panqueua en 1856, permanece todavía en manos de su familia fundadora (otro récord). Se dice, entre otras cosas, que las vides implantadas allí por Carlos González Pinto en sus inicios fueron obtenidas directamente de manos del legendario Michel Pouget, introductor del Malbec en Mendoza. Pero, aparte de la vejez (todo un dato de por sí), su mayor curiosidad reside en que el mismo edificio permanece intacto luego de 153 años y vaya a saber cuántos terremotos, especialmente el de 1861, que destruyó casi todas las construcciones de la ciudad y sus alrededores. Los registros históricos aseguran que fue utilizada como improvisado hospital luego que aquel terrible sismo. Probablemente la suerte, o quizás un buen diseño, o ambas cosas juntas, han hecho que todavía podamos visitar este establecimiento mitológico de la industria del vino de Cuyo.


Las dos bodegas son visitables, así que ya se pueden  hacer planes para el próximo paso por la provincia cordillerana. Conocer estas rarezas es, en cierto modo, un tributo a aquellos pioneros que fundaron una de las industrias más prósperas de la Argentina durante los siglos XIX y XX.

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