domingo, 25 de agosto de 2013

Churrascos de potro, avestruces y otras viandas de la vida en los fortines

La llamada “guerra contra el indio”, también conocida como “guerra de fronteras”, fue un proceso histórico que duró casi 400 años.  Comenzó  con  la llegada misma de los españoles, en 1536, y culminó con las últimas acciones militares contra  los  pueblos  del Chaco, en 1922. Durante ese largo período existió una compleja y tortuosa relación entre indígenas y blancos,  marcada por  constantes,  sucesivas  y contradictorias etapas de guerra y paz, de acuerdos que no se cumplían, de marchas y contramarchas, de  ataques  y contraataques,  de  expediciones fallidas, de negociaciones de todo tipo y, por sobre todo, de muy poca voluntad por llegar a un convenio satisfactorio para ambas partes.  Esto  no  es  de extrañar, puesto que estamos hablando de un ciclo que abarca  los  tiempos de  la  colonia  y las  primeras décadas posteriores a la independencia.  Poco se podía esperar en materia de paces duraderas con los antiguos habitantes del territorio argentino, cuando nuestro propio país no lograba alcanzar una auténtica unidad nacional. Con todo, ese interminable lapso de hostilidades supo dejar su huella profunda a través de numerosos relatos que nos hablan de un modo de vivir desaparecido,  propio  de  las comunidades  más  cercanas  a  la entonces  llamada “frontera” (1). Allí,  en  los fortines y   las  embrionarias poblaciones adyacentes, se formó un estilo de vida muy particular, que incluyó a figuras sumamente populares en la época, como los milicos,  los pulperos,  los payadores,  las fortineras (mujeres de los soldados, que combatían con tanta o más bravura que éstos)  y otros perfiles humanos de estereotipo.


Ahora bien, la mayor parte de los testimonios y sus consecuentes secuelas en la literatura, el teatro y el cine datan de la última fase de operaciones  en el sector de las pampas (2), entre 1870  y  1880  (3), cuando la línea fronteriza tocaba puntos como Carhué y Trenque Lauquen. Un  elemento  común  a  todos  ellos  es  la  sistemática referencia sobre las pésimas condiciones de vida que soportaba el personal acantonado en tan  indeseable destino, compuesto tanto por jóvenes oficiales como por veteranos suboficiales, junto a una tropa de resentidos, enganchados a la fuerza, ex presidiarios, delincuentes, desertores en potencia  y toda la escoria social imaginable, siempre mal alimentada, mal vestida y muy mal paga. Sin embargo, ese mismo ejército (que apenas llegaba a serlo, en un sentido profesional de la palabra), tuvo una notable y abnegada capacidad de sufrimiento a lo largo de las muchas décadas que duró la terrible guerra de desgaste.


El ingeniero Alfredo Ebelot, por ejemplo, dice respecto de tan singular tropa: “no tiene más exigencias por lo que respecta a su alimento que a su vivienda. Su régimen común consiste en carne asada, sin pan, sin arroz, sin legumbres. Si va de viaje,   arrea   las   vacas  o   caza   animales persiguiéndolos (…) Su estómago es grande, pero complaciente como el de los carnívoros. Son capaces de digerir una oveja entera y luego pasarse días sin probar bocado, no solamente sin quejarse -jamás se quejan- sino sin darse cuenta. Mucho más que del alimento se preocupan de lo que en su lenguaje incorrecto y pintoresco llaman “vicios de entretenimiento”, los vicios para distraerse, entre los cuales engloban el mate y el tabaco (…) Semejantes vicios no causan muchas preocupaciones a la intendencia del ejército, pudiendo con estos elementos realizar una expedición poco costosa”. Estas privaciones quedaron también reflejadas en la famosa orden general dictada en el campamento de Guaminí por el entonces Coronel Nicolás Levalle,  que  denota  un  sacrificio material  casi  heroico: “camaradas de la División del Sur, no tenemos yerba, no tenemos tabaco, no tenemos pan, ni tropas, ni recursos; en fin, estamos en la última miseria. ¡Pero tenemos deberes que cumplir! ¡Adelante y viva la patria!”


Si acaso nos preguntamos qué comían, entonces, los soldados, la respuesta está dada por el mismo testimonio de Ebelot: carne asada. Pero, ¿qué tipo de carne? Depende de la época y la suerte del personal según cada puesto. Es un hecho histórico comprobado, por ejemplo, que la milicia de los fortines solía ocuparse de perseguir los malones indios en retirada (capaces de arriar  cientos de miles de cabezas vacunas, ovinas y equinas) con el fin de recobrar lo robado en las haciendas campestres.   No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que el inventario de tales “rescates” estaba plenamente controlado por los mismos “rescatistas”, los cuales, sin dudas, guardaban para su propio consumo una parte de los animales.  Las  carnes  vacunas  y  ovinas  eran  las  más apreciadas, pero la falta de éstas podía generar una notable variedad de alternativas, empezando por la equina y continuando por toda la gama imaginable de bichos proclives a ser cazados mediante el uso de boleadoras, trampas o disparos de armas de fuego. Respecto a los caballos, el Comandante Manuel Prado rememora lo siguiente (4): “en un verbo se enlazaron y carnearon algunas yeguas y bien pronto vimos alzarse y diluirse el humillo perfumado que desprendían los churrascos de potro, exquisito plato de aquel menú…”


Los destacamentos menos afortunados podían pasar meses librados a su buena suerte, pero siempre había algo para cazar en las pampas inmensas: avestruces, liebres, cuises, vizcachas o mulitas, eran algunos de los alimentos bien recibidos por unos estómagos tan anhelantes como curtidos. Aquellos hombres ya no están y la frontera dejó de existir (por suerte), pero nos han quedado muchas y viejas postales de tiempos casi olvidados en la historia argentina.

Notas:

(1) Pocos años después de la llegada de los españoles se establecieron  puestos de vigilancia para prevenir los ataques  sobre Buenos Aires, formando una especie de línea de defensa. Los primeros estaban situados muy cerca de la metrópolis, en lugares como Cañuelas y Luján. Hacia principios del siglo XIX, esa marca  se había movido hasta Dolores, Azul y Pergamino. En la década de 1870, ya sobre el final del proceso de conquista y previo a la Campaña del Desierto de 1879, la frontera llegó a alcanzar su máxima extensión en un arco que comenzaba por Bahía Blanca y se extendía por buena parte del actual límite occidental de Buenos Aires, el sur de Santa Fe, Córdoba y San Luis, hasta llegar a Mendoza. Las acciones de Roca desplazaron a los pueblos indígenas más allá del Río Negro, y con ello desaparecieron  la frontera y sus fortines.
(2) La guerra con los indios tuvo siempre dos frentes: uno en el sur, contra los pueblos que habitaban en la región pampeana, y otro en el norte, con el fin de someter a las tribus que vivían en las actuales provincias de Chaco y Formosa.
(3) Casi todos los relatos y las obras de ficción histórica relativas a la guerra de fronteras transcurren  en este período, excepto la celebérrima película Pampa Bárbara, cuyo argumento se desarrolla en los tiempos de Rosas, hacia 1835. 
(4) La Guerra al Malón, Manuel Prado, 1907. En la entrada del 1/11/2011 mencionamos este libro como testimonio del consumo de una vieja mezcla de bebidas muy practicada en nuestro país: ginebra con bitter.

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