martes, 14 de mayo de 2013

Pescadores artesanales y falsificadores de frescura en el antiguo Río de la Plata

En septiembre de 1796, un pescador de espinel establecido en la costa de San Isidro solicitó al Cabildo que se lo eximiera de servir en las milicias terrestres, dado que se consideraba mucho más apto para el servicio de marina. Afirmaba también que había sido injustamente igualado con los pescadores de costa, como eran en general sus pares y vecinos, siendo él un especialista en la pesca de bote. Por otros tramos del expediente iniciado a partir de su reclamo sabemos que el pescado obtenido en profundidad era considerado “más sabroso y sustancioso”. Sin  embargo, la práctica de la pesca en embarcaciones no volvió a verse nunca más en esta parte del Río de la Plata: pocos años después se dispuso su total prohibición, con el fin de evitar que los pequeños navíos terminaran siendo utilizados para el lucrativo negocio del contrabando.


Pero la pesca de costa se mantuvo vigente durante todo el siglo XIX para beneplácito de los porteños, que eran muy buenos consumidores de bogas, armados, rayas, pacúes, palometas, surubíes, dorados y pejerreyes, todos ellos asequibles en las marrones pero limpias aguas rioplatenses de la época. El marino y pintor inglés Emeric Essex Vidal, que pasó por nuestro país en dos oportunidades (1816 y 1828), brinda una descripción bastante detallada sobre el característico método de trabajo de los pescadores porteños al afirmar que “la cantidad de pescado que se consume en Buenos Aires es considerable, y la forma en que se pesca es muy curiosa. A pesar de la gran demanda que existe en el mercado, no se emplea ninguna lancha para su pesca, sino que ésta se efectúa con caballos (…) Los pescadores se dirigen al río con un carro tirado por bueyes y dos caballos, con la red enrollada en el lomo de uno de ellos (…) Internan a sus cabalgaduras hasta donde pueden caminar, que generalmente es un cuarto de milla  (1). Cuando llegan a la parte más profunda, los caballos son conducidos en direcciones opuestas, separándose y extendiendo la red en toda su longitud (…) Poniendo cara a tierra arrastran la red detrás de sí, hasta llegar a la playa”.  


Un relato contemporáneo al de Essex Vidal, el de los hermanos Robertson,   completa  el  cuadro  de  la  siguiente  manera: “arrastran luego los pescados sobre la playa (…) El pescador escoge entonces los mejores de ellos, los pone en sus grandes carros con techo de paja y deja en el suelo miles de ejemplares que no cree dignos de ser recogidos. Luego se da prisa en ir al mercado, temeroso de que su cosecha  pueda pudrirse antes de llegar, especialmente si es verano y sopla viento norte.”  Para el traslado a los puntos de venta, algunas especies (la boga, por ejemplo) eran abiertas por el lomo y empaquetadas en canastos de mimbre. Otros tipos eran llevados enteros a la ciudad o incluso vendidos en el camino, directamente desde los carros. Según Essex Vidal, “el aceitoso surubí es el preferido”. Avanzado el siglo XIX aparecieron los vendedores ambulantes del artículo que nos ocupa, quienes recorrían las zonas más alejadas de la ciudad ofreciendo diversas piezas sostenidas en largas varas al hombro. Los mismos comerciantes andarines solían disponer también de algunas aves, en especial perdices.


El tema de la frescura daba lugar a reiteradas denuncias sobre “falsificación”, como la aparecida en el diario Sud América en 1889 asegurando que “todas las mañanas puede verse que un grupo de pescadores, o mejor, de vendedores ambulantes de pescado, hacen sufrir a los pescados, antes de empezar a venderlos por la ciudad, la operación de refrescarlos, que consiste sencillamente en colorearles las agallas con anilina. Y agrega: “esta mañana, por ejemplo, tres o cuatro de estos “industriales” trabajan activamente en el espacio comprendido entre la prolongación de las calles Venezuela y Méjico, sin que nadie los molestara”. (2)


De un modo u otro, con los años, el negocio de marras dejó de ser económicamente rentable y completamente impracticable desde Retiro hacia el sur, por la construcción del Puerto Madero. La contaminación del Río de la Plata y la incipiente competencia de la industria marplatense acrecentaron el ocaso, sin contar el pescado seco que se preparaba y traía desde Entre Ríos y Santa Fe, amén de los barcos europeos cargados con salmón, sardinas y bacalao español disecado, todos muy aptos para los usos de cocina. No obstante, alguna pesca artesanal para consumo subsistió por el lado de Quilmes y Magdalena, que sus impulsores se ingeniaban en trasladar hasta la ciudad de Buenos Aires. Tal fue el caso de la carreta de notable configuración usada por unos pescadores quilmeños, que igual transitaba flotando en el agua como rodando en tierra. Piso, eje y ruedas  eran de madera, las llantas de cuero crudo y no tenía elásticos. Al castillo, armado con varas gruesas de mimbre entretejido, lo cubría una lona. En ella se cargaban los peces vivos y de allí, por la ribera, se llevaban hasta el Mercado del Centro (3). El original vehículo transitaba alternadamente por la playa y por el agua de acuerdo a la situación  hídrica  y al cruce de las desembocaduras de riachos, arroyos y canales, o del propio Riachuelo. De esa manera, los peces se mantenían húmedos y en buen estado hasta último momento.


Notas:

(1) Aproximadamente 400 metros.
(2) Suponemos entonces que las obras portuarias no habían llegado aún a tal sector en 1889. La siguiente es una foto que muestra la costa del río precisamente a esa altura, hacia el año 1880. Al fondo se observa un pequeño  navío varado por causa de las cíclicas bajantes del gran curso fluvial.  El viaducto metálico que se ve es el del Ferrocarril Buenos Aires al Puerto de Ensenada (FCBAPE) y el mástil ubicado a la izquierda sostiene la señal de entrada a la estación Venezuela. En varios sectores de la imagen es posible advertir el trabajo de las lavanderas. Semejante panorama, aunque parezca mentira, corresponde a lo que hoy es la intersección de México y Paseo Colón.


(3) En la entrada del  17/1/ 2013  hicimos una reseña de los principales mercados del viejo Buenos Aires, incluyendo al decano de todos ellos, el Mercado del Centro.

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