sábado, 27 de octubre de 2012

Cuando el tabaco no hacía humo

En nuestros días, resulta  difícil imaginar alguna forma de consumo del tabaco que prescinda totalmente del fuego o de cualquier otro sistema para hacerlo entrar  en combustión. Pero, justamente, la ausencia total de combustión era la característica más destacada en el uso del rapé o tabaco para aspirar, una modalidad de disfrute del derivado de la planta nicotiana tabacum que estuvo muy de moda durante los siglos XVIII y XIX. Su auge comenzó en Europa a mediados de la primera centuria señalada y rápidamente se extendió entre las clases acomodadas de manera casi excluyente, característica que no abandonó jamás y marcó una de sus principales diferencias con respecto al cigarro, el cigarrillo o incluso la pipa. Con todo y así las cosas, el rapé comenzó a ser fabricado, comercializado y consumido en cantidad, tanto en las grandes capitales del hemisferio norte como en las colonias de ultramar. Para fines del dieciocho, la importación intensiva desde el Viejo Mundo alcanzaba también el vasto territorio colonial español que más tarde formaría la República Argentina.


Los métodos de fabricación que se empleaban  tenían que ver con una pulverización del tabaco fermentado y procesado de acuerdo con las distintas sustancias incorporadas  para aromatizarlo. Algunas particularidades accesorias de acuerdo con el tamaño (desde polvo casi impalpable hasta granos más o menos gruesos) y el grado de humedad (seco, semi seco y húmedo) componían  las antiguas recetas con las que cada fabricante sazonaba y terminaba sus polvos. En la Historia del Tabaco, Juan Domenech discrimina algunas clases de rapé como el escocés (seco), fuerte escocés (muy aromático), escocés simple, escocés dulce (con azúcar), escocés salado (preparado con salmuera), Hightoast (fuerte, seco y tostado), irlandés (preparado con agua y cal), negro francés, galés (con agua de cal y tostado), Maccaboy (húmedo y fuerte) y sueco (el más húmedo, grueso y oloroso). Por lo que se ve, las tipologías eran muchas según diversidades geográficas y modos de elaboración, que suponemos se harían  más específicos en cada establecimiento del ramo.



Por estas latitudes, en abril de 1784  se fijaron precios de la siguiente manera: 5 pesos por mayor y 7 por menor para el “polvo de Sevilla”, 3 pesos por mayor y 4 por menor para el tipo “hechizo”, y 4  pesos por mayor y 6  por menor para el de La Habana. La información  revela las diferencias básicas de categoría y valor para las distintas variantes del artículo, aunque el principal (y evidente) proveedor era el propio reino de España y su Real Fábrica de Tabacos, de acuerdo con las leyes virreinales de la época. Luego de la Revolución de Mayo quedó liberada la producción para todas las manufacturas del tabaco, dando origen a una larga serie de talleres, factorías y elaboradores artesanales de rapé que existieron desde 1810 hasta las vísperas del 1900, sin contar las numerosas marcas importadas.


En viejas publicidades gráficas han quedado registradas muchas casas que se dedicaban al rubro, algunas en exclusividad  y otras como parte de una oferta que comprendía también tabacos en rama, tabacos picados para pipa o para armar, cigarros puros y cigarrillos (1). Los documentos históricos ponen de manifiesto que  en la segunda mitad del siglo XIX comenzó una lenta pero progresiva caía del consumo de rapé, a tono con el crecimiento de las nuevas formas de uso “en combustión”. Ello era motivado por varios factores, pero fundamentalmente por la moda: cada vez había menos personas que, provistas de sus elegantes estuches de cuero, madera, asta o metal, se entregaban a la ceremonia de inhalación  muy frecuente en otros tiempos (2). Entre 1900 y 1940, el ya anacrónico uso del rapé cayó en un 80%, marcando la finalización definitiva de una época. Mucho tiempo pasó desde entones, y en la Argentina de hoy no existe oficialmente  ningún proveedor del producto, nacional o importado, que incluso se encuentra prohibido en varias naciones de Europa.


Notas:

(1) Se podría agregar otra antiquísima manera de consumo, que es la del tabaco para mascar. Sin embargo, es un hecho que tal modalidad, aunque existente en el pasado (sobre todo en ámbitos rurales), nunca tuvo una masa realmente considerable de adeptos en nuestro territorio, al contrario de lo sucedido en otros países de América como Estados Unidos o México.
(2) Debemos añadir una  diferencia más del rapé respecto a otros tipos de tabaco: sólo era consumido por el género masculino. Incluso se consideraba de poca educación aspirar rapé en presencia de mujeres.

domingo, 21 de octubre de 2012

Viejos consumos en la literatura argentina: buseca y pastelitos en las memorias de un vigilante

Hacia 1900, un numeroso grupo de autores argentinos se dedicó a reflejar la realidad cotidiana en los diferentes rincones del país a través de la literatura costumbrista. Esa afortunada corriente nos legó un importante caudal de información sobre la vida de la época en todo tipo de contextos, desde los entornos urbanos hasta los cuadros típicamente rurales. Uno de los escritores que encaró la tarea fue José Sixto Alvarez, más conocido por su seudónimo de Fray Mocho, el fundador de la célebre Caras y Caretas, a quien ya hemos conocido en algunas otras entradas sobre las letras nacionales y su relación con los consumos del pasado. La obra  Memorias de un vigilante, publicada en 1897, posee un interés especial, ya que no sólo nos brinda valiosas pinceladas del Buenos Aires de antaño, sino que también cuenta con algún rasgo autobiográfico del autor, que fue Comisario de Pesquisas antes de iniciar su carrera periodística. Así, bajo la personalidad ficticia de Fabio Carrizo, Álvarez traza el recorrido por la vida de un sencillo individuo llegado a la gran ciudad desde el interior. En sus primeros pasajes, la descripción de una típica celebración  campera tipo “baile”  ya nos deja algunas instantáneas sumamente interesantes. “Tras un galope de varias leguas llegué al viejo rancho desmantelado y solitario –veterano de cien tormentas- donde se iba a bailar, cosa que no era muy frecuente entonces, dada la escasez de población en aquellos parajes”, rememora el protagonista, y sigue: “a través del agujero que servía de puerta oía el canto monótono de la sartén en la que se freían montones de pastales dorados, que espolvoreados con azúcar rubia, era llevados con destino al depósito general que estaba en la pieza de paja, bajo la custodia de una vieja vigilante” (1). Luego completa la escena con la infaltable infusión criolla por excelencia: el mate.


El joven Carrizo llega después a Buenos Aires para conseguir trabajo en la Policía de la ciudad, con la recomendación que suponía entonces haber sido cabo del 6° de línea (2). Obtenido el empleo, se dedica a recorrer las calles de aquella metrópolis porteña, chica pero a la vez creciente. Entre diversas radiografías sociales de los elementos del “mundo lunfardo” como escruchantes, punguistas, campanas y batidores, el libro se convierte en una amena  narración dentro del bajo mundo urbano, con no pocas menciones de algunos bodegones de la época. Uno de ellos, por ejemplo, era el temible Café de Cassoulet , situado en Viamonte y Suipacha, donde “los ladrones, con  su cortejo de corredores y auxiliares, los asesinos, los peleadores, los prófugos, toda la gente que tenía cuantas que saldar con la justicia, buscaba un refugio para dormir o vivir con tranquilidad”. “Allí todo era cuestión de dinero”, continúa, “y teniéndolo, podía gozarse desde el vino y los manjares exquisitos hasta las sobras de éstos, barajadas en un ‘champurriao’ (3) indescifrable”. También hace referencia a cierto tipo de estafadores especializados en almacenes con despacho de bebidas, a los que concurrían como simples ciudadanos honrados preguntando si había “buen Oporto o buen Cognac”.


 Finalmente, el encuentro casual con un viejo amigo (en Piedad, hoy Bartolomé Mitre, y Suipacha) nos pone delante de otro de aquellos veteranos reductos, al recordar lo siguiente: “lo conduje hasta la ‘Crocce di Malta’, en la calle cortada del Mercado del Plata (4), donde a todas horas de la noche se encontraba un pan, una botella de vino y un plato de ‘busseca’”. Notables postales de una Buenos Aires poco conocida, que el inefable Fray Mocho se encargó de perpetuar a través de sus obras.


Notas:

(1) En la Argentina, la denominación de “pasteles” puede tener diferentes significados según el lugar y la época. Podría tratarse de los pastelitos dulces, típica preparación  hojaldrada que suele rellenarse con dulce de membrillo o batata. En algunas provincias, también se hablaba así de las tortas fritas, hechas con agua, harina y sal. En Cuyo, los pasteles son empanadas de carne dulce, y más al norte de choclo. Por la situación descripta en el relato, lo más lógico sería pensar en alguna de las dos primeras viandas señaladas.


(2) El Ejército de Línea  o “Viejo Ejército” argentino es anterior a las reformas impulsadas por Julio A. Roca a partir de 1880. Dotado de un fuerte espíritu  napoleónico, este valeroso  pero poco disciplinado cuerpo se completaba con la Guardia Nacional, compuesta por ciudadanos mínimamente entrenados que eran convocados en caso de guerra. Muchos soldados de línea pasaron a retiro en las últimas décadas del siglo XIX, incluso siendo relativamente jóvenes para el servicio, al concluir las campañas contra los indios. Como bien lo refiere Alvarez, la mayoría consiguió empleo en las distintas policías de sus respectivas provincias. En el período que va de 1880 a 1910, buena parte de las fuerzas policiales del país estaba compuesta  por extranjeros inmigrantes (españoles,  italianos) y soldados veteranos de línea, especialmente en los cuadros inferiores de vigilantes, cabos y sargentos,


(3) Criollismo por champurreado, que significa mezcla.
(4) Actual pasaje Carabelas.

lunes, 15 de octubre de 2012

Europa en Buenos Aires: la Avenida de Mayo 2

Más que como una simple arteria vial, bien se puede hablar de la Avenida de Mayo como un vecindario, como un barrio mismo de la Ciudad de Buenos Aires. Por esa razón, las manzanas transitadas en su traza le pertenecen por derecho propio y forman una “zona de influencia” pronunciada, especialmente las  pequeñas  medias   manzanas  que se ubican entre Rivadavia e Hipólito Irigoyen como testimonio de aquella colosal  demolición que abrió el camino del nuevo paseo urbano, efectuada en las décadas de 1880 y 1890. La personalidad distintiva de la que hablamos fue siempre muy evidente, como lo aseguran numerosos autores del pasado. Leonie J. Fournier, por ejemplo, dijo al respecto:

La avenida donde están
las agencias de loteo,
los hoteles, los cafés,
donde nunca  van de acuerdo
los que discuten sus cosas
andaluces, madrileños,
que la Avenida de Mayo
es como la casa de ellos.

En la actualidad, tanto la vía en cuestión como varias de las calles adyacentes atesoran algunos sitios emblemáticos de la tertulia y el buen comer porteño.  En  una  selección  de comercios gastronómicos históricos que aún perduran, la delantera en cuanto a longevidad, continuidad y fama  es llevada  por  el  viejo  pero  siempre vigente Café Tortoni. Siendo un punto tan destacado de la urbe y un lugar turístico casi obligado, no entraremos en demasiados detalles sobre sus características por ser datos fáciles de hallar en cualquier publicación impresa o  virtual  sobre  el  tema. Digamos, simplemente, que su inauguración se remonta al año 1858 en la esquina de Rivadavia  y  Esmeralda  (1),  a  manos de Monsieur Touan. Alrededor de 1875 se mudó al  local  que  conocemos,  pero con entrada por Rivadavia 826, ya que la Avenida de Mayo todavía estaba en la mente de arquitectos visionarios. Con el tiempo, el Tortoni se convirtió en  asiento  de  la  peña literaria y artística más importante de Buenos Aires, lo  que  le  dio  ese   espíritu tan particular que perdura en nuestros días y lo consagra  como  una   meca  del  turismo internacional. No menos laureles  acredita Los 36 billares, un café  que abrió sus puertas de  manera  contemporánea  a  la  gran  calle  ciudadana,  en  1894.    ¿Cuántas  historias habrán pasado (y seguirán pasando) entre sus mesas, sándwiches, cafés y ginebras mediante?


Si hablamos de restaurantes, ya no queda ninguno de  lo  más  viejos  sobre  la  avenida  misma  (el legendario Pedemonte cerró tiempo atrás), pero sí en sus proximidades, más precisamente sobre la calle Salta. En la esquina con Hipólito Yrigoyen (NE) se encuentra uno de tales baluartes, inaugurado en 1908: se trata de El Globo, secular reducto  de la culinaria ibérica con reminiscencias ítalo porteñas (2). Sus cantimpalos, tortillas, lenguas a la vinagreta, matambres a la portuguesa, cazuelas de mariscos,  pescados  y  pucheros  son preparaciones de contraseña entre los habitués que lo frecuentan. Justo enfrente, también haciendo esquina (NO), El Imparcial  parece cumplir con los requisitos para ser considerado el restaurante más longevo de Buenos Aires.  Los testimonios urbanos nos dicen que, en 1860, un español residente en nuestro país compró -por  521  pesos fuertes- el solar de ladrillos de la calle Victoria 322 (hoy Hipólito Yrigoyen, cambio de numeración de por medio) donde instaló  un negocio de comidas bajo la denominación  Fonda  y Botellería, caracterizado por ofrecer la “clásica y suculenta comida española, y la más humilde y muy requerida cocina criolla".


Un poco más cerca en el tiempo encontramos El Hispano, cuya cronología apenas cincuentenaria  no lo hace menos proverbial en términos gastronómicos. Allí, en el vértice SE de Salta y Rivadavia, el comercio de marras ofrece una de esas completísimas cartas en las que no falta ninguna de las viandas galaicas tan apreciadas por su colectividad. Gambas al ajillo, pulpo a la gallega y paella a la valenciana son, entre muchos otros,  manjares que han disfrutado varias generaciones de argentinos y extranjeros desde mediados del siglo pasado. Junto con El Globo y El Imparcial, El Hispano compone un recorrido obligado por la historia del barrio de Monserrat y, más específicamente, de nuestra Avenida de Mayo.
 
 
En la próxima y última entrada de esta serie nos vamos a referir a los costosos, exclusivos y elegantes hoteles que brillaron en esta ilustre vía durante el período comprendido entre 1900 y 1930.

                                                          CONTINUARÁ…

Notas:

(1) El gran historiador Enrique Puccia solía referir que, con anterioridad a esa fecha, existió un Café Tortoni en la calle Defensa al 200, inaugurado por Oreste Tortoni. De todos modos, éste no tendría nada que ver con el prestigioso comercio de nuestros días, designado así (según datos documentados de la primitiva  inauguración de Touan, en 1858) en homenaje a cierto café de París.
(2) No quiero abundar en el tema, pero es necesario aclarar que los restaurantes más tradicionales de Buenos Aires  ofrecen  una  variedad  de  comidas  que  muchos especialistas consideran, en su conjunto, un híbrido sin personalidad. Personalmente, creo que después de cien años de vida de esa “Torre de Babel” que mezcla elementos españoles, italianos, franceses  y criollos, semejante menosprecio es un grueso error. La gastronomía popular metropolitana  de restaurantes, bodegones y cantinas tiene, a mi entender,  una personalidad propia indiscutible. Algún día me referiré a la conjunción de elementos históricos que dieron como resultado una tipicidad culinaria cosmopolita tan particular.
 

martes, 9 de octubre de 2012

Un legendario oporto argentino de la vieja guardia: crónica de una degustación 2

En virtud de los antecedentes históricos que repasamos  durante  la entrada anterior sobre el mítico Vino Cordero, las expectativas previas a la apertura de la añeja botella adquirida por Consumos   del   Ayer no podían ser menos que enormes. Íbamos a probar una marca que fue símbolo de los vinos generosos dulces  en  la  República  Argentina, creada hace ciento cuarenta y cinco años  por  un  visionario  de  la actividad y vigente en nuestro mercado hasta mediados del siglo XX. Enrique Devito y Augusto Foix, como siempre, fueron los encargados de brindar sus impresiones junto con el que suscribe, al término de una  cena en cierta  noche gélida del mes de agosto: un marco perfecto para adentrarse en las nieblas del tiempo hasta develar los misterios de este vino. Con el paladar atento y bien dispuesto procedimos a la solemne apertura del envase. El pico de la botella había perdido su estampilla fiscal, pero igualmente pudimos calcular la época de elaboración y fraccionamiento en la década de 1940 como una aproximación bastante certera.


La cápsula de plomo no fue fácil de remover dado que se hallaba prácticamente “fundida” al vidrio, por lo cual nos vimos obligados a cascarla en una especie de desmenuzamiento a pedacitos. Concluido ese proceso, y para nuestra sorpresa, la extracción del corcho no presentó mayores dificultades. Con el correspondiente cuidado, el viejo tapón pudo salir entero, sin ningún  tipo  de  rupturas,  mostrando  aun  orgulloso  la estampa “Cordero”  en uno de sus bordes. Debido a la edad avanzada del producto decidimos no trasvasarlo para evitar pérdida de aromas y consideramos la postura vertical de la botella (en las horas previas a la cata) como un factor de decantación natural suficientemente efectivo.   No  nos equivocamos: el servicio  resultó libre de borras y elementos sólidos en el marco de colores bien marrones, muy lógicos para un vino de más de sesenta años de edad (1). Antes de alzar siquiera las copas para olfatearlas el ambiente fue invadido  por  un sensacional y noble aroma de vino dulce añejo, lleno de notas que recuerdan a pasas de uva, caramelo, café, regaliz y especias dulces.



Todo ello fue confirmado por nuestras fosas nasales en el borde del cristal, embelesadas hasta el punto del éxtasis. Porque, al fin y al cabo, las expectativas se veían satisfechas con holgura, como si toda la historia del vino hubiese sido condensada en ese aroma complejo,   añoso,   intrigante,   evocador  de  las  sobremesas  familiares  y  los establecimientos gastronómicos de antaño. El paso por la boca nos dejó la impresión de un vino dulce pero nada empalagoso, dotado de la acidez natural equilibrada que coloca al azúcar en un lugar secundario. Todas las impresiones olfativas fueron confirmadas: café, torrefacción, pasas (que por momentos parecían dátiles),  maderas  nobles  y especias formaban el caudal de rasgos propios de este tipo de productos cuando son muy buenos y muy viejos. Don Francsico Cordero bien puede estar orgulloso de su obra, capaz de generar placer  pasadas más seis décadas de su elaboración  (2). Y dada la proximidad de las fiestas, qué mejor que rendir un homenaje final  a  tan  destacado artículo del consumo histórico recreando el texto de una de sus antiguas propagandas, publicada en el año 1907, de acuerdo a la tipografía original:


En nuestras “crónicas de degustación” hemos tenido, hasta ahora, todo el  respaldo de la diosa fortuna. Cada uno de los productos catados estaba en condiciones que nos permitieron vislumbrar cómo eran  los respectivos consumos en el pasado de nuestra nación. Y seguiremos haciéndolo, pues tenemos una generosa lista de espera con  más oportos, jereces, vermuts, destilados y cigarros para catar. Todos ellos estarán aquí, muy pronto (3).

Notas:

(1) Al término de la cata aun quedaba casi media botella, que fue repartida entre los asistentes. La parte correspondiente al autor de este blog volvió a su casa junto con el histórico envase para ser bebida en los días posteriores. Cuando le llegó el momento a la última fracción de líquido  me percaté de que en el fondo había un sedimento sólido con una consistencia tipo “barro” de casi medio centímetro de espesor. La mayoría de esa materia está compuesta por taninos y antocianos (pigmentos colorantes naturales de la uva), lo que nos lleva a deducir otro notable dato del Vino Cordero: en la época en que fue fraccionado,  allá por el cuarenta y pico, poseía  un color rojo muy intenso. Sólo así se explica la presencia de tanta borra, tal como ocurre con los auténticos oportos lusitanos embotellados jóvenes, como los Vintage y Ruby.
(2) El año que viene se cumplirá el centenario de la muerte de este insigne personaje, acaecida en 1903. Recordamos lo señalado en la primera entrada del tema, respecto a que su esposa e  hijas continuaron con el negocio, aunque es posible que durante los últimos tiempos sólo hayan participado como dueñas de la marca. Nuestra botella, de la década de 1940, indica que la fraccionadora (y quizás comercializadora) del producto era la empresa “Rojas Hijos”, ubicada en la calle Sarmiento 3481 de la Ciudad de Buenos Aires.
(3) Próximamente incluiremos también una nueva variante dentro de la serie de degustaciones, en la cual vamos a preparar y probar los antiguos platos que se consumían en el país (tanto de la cocina criolla como de las gastronomías foráneas), haciendo foco en el siglo XIX.

miércoles, 3 de octubre de 2012

La vitivinicultura del centenario 2

La prosperidad argentina de antaño resultó ser un poderoso imán para los europeos, no sólo como un buen motivo para vivir aquí sino también para hacer jugosas inversiones. En ese contexto, no fueron pocos los expertos extranjeros que llegaron para recorrer nuestros terruños vitivinícolas durante la década de 1910, invitados por las autoridades del entonces Ministerio de Agricultura de la Nación. Tales visitas (que no se volverían a repetir en cantidad y calidad hasta la década de 1990) perseguían dos propósitos perfectamente definidos: por un lado, asesorar  a  los  productores  locales  sobre aspectos técnicos y  avances tecnológicos en viticultura y enología; por otro, atraer  capitales  extranjeros  hacia  la industria del vino local. Para cumplir con tan exigente tarea, los funcionarios ministeriales no dudaron en contratar a algunas de las personalidades más renombradas y eminentes de su tiempo. Uno de los especialistas que arribó a nuestro país exactamente en 1910 fue el doctor J.A. Doleris, respetado académico  y asesor del  ministerio agrícola francés. Posteriormente publicó un libro con énfasis en el naciente valle del río Negro (región de la que se quedó prendado), aunque en la obra pueden encontrarse consideraciones sumamente interesantes sobre la actividad del vino argentino en general.
 
 
En distintos capítulos, el ilustre personaje no deja de transmitir su asombro por la sanidad ecológica de nuestras regiones, e incluso  llega  a  mostrarse fastidiado  por  la  falta  de  más  vinos  de gran calidad. "Argentina no está produciendo todavía la calidad que podría producir", asegura en un punto, a la vez que se lamenta por la dificultad para probar vinos añejados, dado que "la del vino  no  es una industria de lujo ni de exportación, sino de primera necesidad, y todo lo producido se bebe rápidamente". Luego postula que la actividad se estaba proyectando con acierto hacia el futuro, a  pesar  de  esas  imperfecciones coyunturales. Entre otras cosas, no duda en señalar que "el viñedo argentino está en general bien implantado, con los mejores cepajes de la Gironde, Bourgogne, España e Italia". Algunos comentarios específicos merecen ser destacados y vistos en perspectiva, cien años después. Por ejemplo, cuando afirma haber degustado "excelentes vinos blancos de San Juan y de Salta de más de quince años, que recuerdan al Jerez o a ciertos vinos de Hungría y Dalmacia, y aunque son imposibles de adaptar a la comida, pueden ser indicados como vinos de postre". Más adelante el autor relata su visita a la bodega de uno de los productores más reconocidos y experimentados de Mendoza, donde logra probar buenos vinos de Pinot, tanto tintos como blancos, pero sobre estos últimos asegura lo siguiente: "se acercan bastante al Chablis, aunque con más cuerpo y vinosidad".
 
 
Producción argentina e importación de vinos en valor, período 1907 a 1910
(en millones de francos franceses)

Año                   Producción                    Importación
1907                       110                                 62,8
1908                       161                                 66,4
1909                       133                                 67,6
1910                       199                                 63,4

Algunos años después, en 1916, un recorrido del mismo tipo fue efectuado por Louis Ravaz, profesor de  viticultura  y  director  de  la  Estación  de Investigaciones Vitícolas de la  Ecole Nationale d´Agriculture de  Montpellier. En este caso no se trataba de un entendido, sino de un experto con todas las letras. Sus apreciaciones son básicamente similares a las de Doleris,  pero  los  seis  años transcurridos dejan entrever la existencia de una  industria más afianzada, con mayor diversidad de buenas cepas (señala, por ejemplo, al Chardonnay de Mendoza, utilizado para blancos y espumantes), manejos agronómicos profesionales y vinificaciones bien llevadas de acuerdo a la tecnología de la época. Entre sus experiencias de viaje se destaca  el   inesperado  periplo  por  varios  terruños vitivinícolas que luego pasaron por un letargo de más de setenta años, e incluso por algunos que nunca más lograron resurgir. La situación en el Gran Buenos Aires, por ejemplo, era sumamente singular. La zona sur era la patria de la uva Isabella (variedad americana conocida popularmente como "chinche"), con numerosos productores que elaboraban y comercializaban exitosamente sus rústicos vinos. Entre otros, menciona al señor Caffeso, propietario 6 hectáreas en Temperley; a Gatti, ubicado en "Lomos de Tamera" (obviamente, Lomas de Zamora) y a Bodaracco, establecido en Bernal. En cambio, por la zona norte que rodea a la ciudad reinaban las variedades europeas y los vinos de buena calidad. La finca más detallada en el relato es la del señor Franklin, en Escobar, que producía un vino de Nebbiolo "realmente muy agradable" y otro dulce de Malvasía. Como dato no menor, esa eminencia mundial en viticultura aseguraba, en 1916, que "la cultura de la viña es posible en Buenos Aires, luchando fuerte contra las enfermedades criptogámicas", y que "debido al clima lluvioso, los vinos son muy finos pero poco alcohólicos". En su paso por Concordia, en el viñedo entrerriano (el cuarto del país por aquel tiempo), compara a la región con Bordeaux por su topografía y el color de la tierra. Su recorrido incluye varias bodegas, donde prueba los vinos obtenidos con Cabernet, Malbec, Tannat y Semillón, a los que califica como "muy buenos si se toman de inmediato, pero después de un tiempo se vuelven excelentes, límpidos y brillantes".


Más allá de las curiosidades localizadas, tanto Doleris como Ravaz coinciden en la descripción de una vitivinicultura pujante, prometedora, concentrada mayormente en Cuyo pero saludablemente extendida hacia otras provincias,  sin  monopolios  ni prohibiciones. La enumeración de cepajes, manejos del viñedo y técnicas de vinificación no dejan dudas acerca de que la calidad era más valorada que el volumen, pero el crecimiento del consumo estaba empezando a cobrar peso. La historia posterior nos dice que el vino burdo, la cantidad sin calidad, los estiramientos desmedidos y los fraudes ganaron la batalla a partir de los años cincuenta, hasta que la última década del siglo XX volvió a cerrar el círculo de la historia, que siempre tiende a repetirse. Hay grandes diferencias entre las dos épocas, pero también hay muchos elementos comparables entre  ese  ayer  y  este  hoy:  el  mismo  espíritu  emprendedor,  el  auge  de  la experimentación, la diversidad de uvas y el reconocimiento de los especialistas del primer mundo.