martes, 25 de septiembre de 2012

Cigarrerías y casos policiales

La carencia casi crónica de documentos específicos sobre el pasado de los consumos argentinos se ve compensada,  muchas  veces,  con  el   hallazgo  de  testimonios circunstanciales volcados en antiguos diarios, revistas y demás publicaciones de alcance masivo. Distintas  narraciones periodísticas suelen ser bastante ilustrativas para el investigador que explora entornos, modalidades y marcas transitadas a lo largo de la historia patria. Como para enriquecer el interés propio de esa búsqueda, también ocurre que el carácter incidental de la información está ligado a las más curiosas vivencias sociales. En ese orden de cosas, hoy vamos a repasar la reiterada  relación entre la actividad comercial cigarrera y el mundo del delito a principios del siglo pasado, tal como lo registraron algunos medios gráficos de la época. Una seguidilla de robos cometidos contra cigarrerías rosarinas y la misteriosa muerte de un conocido miembro del gremio en la ciudad de Paraná, serán los respectivos cuadros de situación.


Comenzamos  con varios casos aparecidos en el veterano diario La Capital, de la ciudad de Rosario, que en ediciones de los primeros años del siglo XX da cuenta de los frecuentes pillajes que sufrían los cigarreros de la urbe. La primera de las crónicas, publicada en 1905,  informa sobre dos  hechos ocurridos  en  la  misma  jornada.   Con  el  irónico  título de “Fumadores de arriba”, el relato asegura que Don Gabriel Fabre denunció en la comisaría  2a que al abrir ayer el café del Centro Comercial, de que es propietario, notó que durante la noche le habían sido sustraídos 50 paquetes de cigarrillos Americana, 25 Radicales,  25 Bouquet,  10 Sublimes,  16 Segalés, 20 París, 4 cigarros Excepcionales y 75 pesos en efectivo. También ayer Don Santiago Palacino, domiciliado en el boulevard Argentino esquina Moreno, se presentó a la comisaría 7a comunicando que le habían hurtado de una jardinera  (1)  que tenía en el patio de su casa 15 cajas de cigarrillos Ideales, 5 de Americana, 8 Sin Bombo, 4 Bahía, un paquete de fósforos Estandarte,  300  cigarros toscanos, 50 de la paja  (2) y otros tabacos más cuya clasificación no recuerda. Pocos momentos después de haber sido hecha esta denuncia las mercaderías fueron halladas en un almacén del boulevard Argentino y España, donde se detuvo a dos desconocidos que se supone autores del robo."


Hallamos algo similar en el año 1908, con otro sugestivo y mordaz encabezamiento (“Tabaquería  lunfarda”), (3) que reza “entre las dos y las cuatro de la madrugada de ayer, conspicuos miembros del gremio lunfardo llevaron a cabo una feroz acometida contra la manufactura de tabacos que don Lucas Salmerón tiene establecida, junto con una agencia de billetes de lotería, en la calle Maipú 1074. Cuando ayer a la mañana el señor Salmerón fue a abrir su negocio se encontró de lleno con un desorden importante que reinaba en todo el lugar y prontamente se dio cuenta que había sido víctima de un robo. "A lo hecho, pecho", se dijo, y acto continuo se dedicó al recuento de mercaderías para ver qué era lo que los ladrones se habían llevado. El recuento dio por resultado las siguientes  mercaderías  esfumadas:  8.950 cigarros  toscanos;  1.100  atados  de cigarrillos "43" y otros tantos de "Casino", "Siglo XX" y "Emperadores", lo que sumaría un total de 809 pesos en pérdidas. El damnificado se dirigió luego a la comisaría 1ª donde radicó la denuncia, pero hasta ahora los ladrones siguen hechos humo." Más allá del lenguaje siempre chancero que ostentan las dos  notas (tal vez escritas por el mismo cronista), surgen algunos puntos interesantes, entre los que destacamos la superioridad numérica de los toscanos entre los cigarros puros, como índice manifiesto de su vieja popularidad.


Mucho más grave fue lo que le sucedió a Antonio Reviriego, un empresario porteño de origen andaluz que tenía campos en Paraguay y comercios en la Capital Federal.  El  industrial tabacalero solía hacer un itinerario que consistía en seguir la misma ruta  que  su  mercadería,  es  decir,   una travesía fluvial  ida y vuelta uniendo Buenos Aires con las plantaciones de tabaco en el territorio  guaraní.   En  ese  trayecto  que realizaba con puntual regularidad, Paraná era un punto de parada obligado, a tal punto que el comerciante ibérico decidió quedarse allí para vivir junto a su familia. Instaló su fábrica y negocio por 1880 en la céntrica esquina de las calles Urquiza y Buenos Aires, donde además vivía con su esposa Antonia y cinco descendientes. Antonia estaba embarazada del sexto hijo cuando el empresario tomó la decisión de ir a vender sus fincas, ya que el local prosperaba y seguir viajando se hacía dificultoso. Así,  Reviriego se lanzó al cumplimento de su meta:   viajó  a Paraguay, vendió los campos y remontó la vuelta,  dejando  atrás  las   extensas plantaciones de tabaco. A cambio de ello traía consigo una maleta llena de dinero en efectivo. Esta vez, el infortunado personaje  eligió viajar en tren, un medio considerado históricamente más rápido y más seguro. Pero no resultó nada tranquilo ese mundo de rieles que tantos novelistas eligieron como escenario de viajes misteriosos. Los últimos minutos de vida del pasajero Reviriego, antes de que su cadáver apareciera tirado en las vías del tren, son un misterio, como lo fue el destino de la maleta que encerraba una fortuna en sus entrañas de cuero… El edificio de la cigarrería perduró por muchos años en su enclave primitivo como  testimonio de aquel sonado caso policial.
 

Notas:

 (1) Se refiere a un vehículo tipo “sulky” muy utilizado en esos tiempos.
 

(2) Los cigarros que se denominaban comúnmente “de la paja” o “de la paglia”  no eran otros que los brissagos. Estos productos, originarios de Suiza, llegaron a tener gran éxito en nuestro país y no fueron pocas las manufacturas nacionales que se lanzaron a fabricarlos para el mercado local. El nombre tiene que ver con la hebra de paja que los atraviesa y que debe ser retirada antes del encendido. Actualmente,  los  cigarros brissagos se han convertido en un artículo raro y poco conocido, aunque se consiguen sin inconvenientes en el centro de Europa, especialmente en Austria, donde también se los llama Virginier.
 

(3) Es curioso el uso del apelativo “tabaquería” en lugar de “cigarrería”, que resultaba mucho más habitual a principios de la centuria pasada.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Un revelador libro ferroviario de stock de 1898 6

La presentación detallada de los diferentes productos que venimos apuntando en esta serie sobre el “costado gastronómico” del Ferrocarril Sud no persigue solamente el mero propósito de conocer sus nombres y precios. En algunos casos, semejante análisis permite además tener un buen panorama sobre el estado de las industrias involucradas en los diferentes ramos de las bebidas, los tabacos y los alimentos. Un caso típico de ello es el de los vinos. Hacia finales del siglo XIX, la vitivinicultura argentina se encontraba en una etapa de desarrollo sostenido, pero todavía era ampliamente superada por la importación, especialmente en los segmentos con ciertas pretensiones de calidad. Algunos tipos específicos no contaban siquiera con un solo representante local, como ocurría entonces con los vinos espumantes, cuyo demanda se veía satisfecha completamente con artículos provenientes del Viejo Mundo (1). Por esa razón, la presente entrada y la que le seguirá dentro del mismo tema, correspondientes a vinos nacionales e importados respectivamente, van a ser muy útiles para completar una mirada más que elocuente sobre lo que sucedía entonces en el segmento que nos ocupa.


A tal punto llega la cosa que hoy nos veremos obligados a volcar todas las presentaciones de las escasas marcas argentinas registradas en el longevo volumen, ya que siempre apuntamos nada más que un tipo de envase  por producto. En otras palabras, si una bebida determinada aparece en botella de litro y de medio litro (2), sólo se incluye la primera a fin de no saturar innecesariamente las entradas con data redundante. Pero haremos una excepción en esta oportunidad, dado que apenas contamos con 11 variantes relativas a 7 marcas o productos genéricos de origen nacional: muy poco en comparación  con las 36 etiquetas que veremos cuando nos toque presentar la abundante oferta de vinos y espumosos importados.


Antes de pasar a la lista propiamente dicha van las aclaraciones previas de rigor: los precios son en pesos por botellas cerradas, tal como las transfería el depósito del FCS a las confiterías de las estaciones y a los encargados del servicio en los coches comedores. Todo indica que esos mismos precios eran los cobrados luego al público. Los nombres genéricos de ciertos artículos (como “Mendoza tinto” o “Seco”) tienen que ver, aparentemente, con  marcas elaboradas especialmente para el ferrocarril o con vinos tipo “de la casa” que no atañen a ningún  rótulo comercial concreto.

Mendoza tinto ½                       0,60
Mendoza blanco ½                    0,60
Seco (blanco)                            1,00
Cachet Vert                               1,50
Cordero                                     4,50  (3)
Trapiche tinto                            1,80
Trapiche tinto ½                        0,85
Especial Tomba                        1,50
Especial Tomba ½                    0,75
Chianti Argentino                     2,00
Chianti Argentino ½                 1,00                 

Una lista bastante escueta, como se puede observar, aun contando todos los formatos de botellas disponibles. Pero esa era la realidad de la industria vinícola patria en aquellos años finiseculares del XIX. Haría falta más de una década y media para que la actividad pegara un fuerte salto cualitativo en el segmento de los vinos finos, gracias a la sustitución forzosa de importaciones que se realizó durante  la Primera Guerra Mundial. No obstante, la modesta nómina no estaba del todo mal para un viaje en tren. Y si a ella le sumamos la de vinos importados que analizaremos en la próxima entrada de esta serie, el asunto se vuelve verdaderamente impresionante por cantidad, variedad y lujo…
 

                                                          CONTINUARÁ…

Notas:

(1) El primer espumante de origen argentino, presentado como champagne, fue elaborado por Luis Tirasso y Carlos Kalles en la bodega Santa Ana alrededor del año 1907.
(2) No existían entonces los tamaños de 700, 750 o 375 centímetros cúbicos, que recién aparecieron en la década de 1960 para vinos finos. Los únicos módulos de botellas de vidrio disponibles en esa época eran los señalados de litro y medio litro.
(3) Antigua y mítica marca de vino generoso dulce tipo oporto. Hemos realizado la degustación de una vieja botella (circa 1940) para volcar la crónica en este blog. La primera parte fue publicada en la entrada del 29/8/2012, y la segunda llegará en el mes de octubre próximo.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Cafés, Fondas, Boliches y Bodegones en Flores y Caballito

Lo que hoy entendemos como “Ciudad de Buenos Aires” no fue tal hasta hace ciento veinticuatro años. Antes de esa fecha (1888) la gran aldea comprendía solamente el territorio urbano existente dentro de los límites del Riachuelo, por el sur, el Arroyo Maldonado (actual avenida Juan B Justo), por el norte, y las calles Bulnes, Boedo y Sáenz , por el oeste. Más allá de esta última demarcación formal se extendía el antiguo municipio de San José de Flores, cuya historia se remonta a los tiempos en que un largo y polvoriento camino nacido junto a la Catedral Metropolitana se internaba con rumbo a la pampa indómita y misteriosa. Sí, pensó bien: ese fue el modesto origen de la célebre Avenida Rivadavia de nuestros días.


Por supuesto, el eje vial en cuestión resultó además un escenario propicio para el nacimiento de postas de  carretas  y  toda  la  cohorte de  comercios asociados a ellas, como almacenes, pulperías y posadas. Desde la creación del curato en 1806  hasta la federalización del ejido municipal, la zona se caracterizó por una vida sencilla,  tranquila  y provinciana, alterada esporádicamente por el paso de viajeros, tropas de carretas o arreos de ganado. El primer antecedente sobre la existencia de un local “gastronómico” es el de la pulpería de Don Juan Pedro de Córdova, erigida en 1781 dentro de sus dominios del Estanco de Monte  Castro.  En  1850  comenzó  a  funcionar  como  restaurante  y  fonda  el llamado “Kiosco de La Floresta”, famoso por haber sido escenario de importantes acontecimientos políticos (1) y sede del agasajo ofrecido a los viajeros en ocasión del primer viaje ferroviario del  país,  el  30  de  Agosto  de  1857,  en un pequeño tren traccionado por la locomotora La Porteña. Un conocido almacén de la época fue el de Cayetano Ganghi, inmigrante italiano que expendía  quesos,  vinos,  aceites  y  otros productos de ultramar. Hacia fines del siglo XIX existían muchos otros almacenes, fondas y billares, entre los que destacamos a la pulpería La Paloma (Culpina y Juan B Alberdi), el café y billares El Guipuzcoano (Yerbal 2502) (2) y el almacén  La Perla, en Rivadavia 6900.

 
En el extremo oriental de la comarca, mientras tanto, germinaba lentamente la semilla de lo que luego sería el barrio de Caballito. Curiosamente, ese nombre tiene que ver con un comercio de nuestro interés, ya que su origen está relacionado con la “Casa esquina del Caballito” construida en 1826 dentro del terreno comprendido por las arterias Rivadavia, Víctor Martínez, Emilio Mitre y Juan B Alberdi. El edificio fue demolido en 1875 pero dio lugar a otro de análogas habitualidades llamado Pulpería de Caballito, esta vez en la esquina exacta de Emilio Mitre y Rivadavia, vértice sudeste.  En 1910 aún subsistía en ese mismo enclave con  la mítica figura preservada, según se dice,  desde el siglo XVIII : el característico caballito de latón sobre el tejado, como se aprecia en la siguiente foto histórica barrrial.
 
 
Paralelamente, otros sitos lograron aquerenciarse en el creciente núcleo poblacional. Vale la pena evocar uno de ellos, la Pulpería, Casa de Trato y Lotería de Cartones de Bartolo Gutiérrez, quien solicitó autorización para instalarla con la finalidad de “pasar las noches de inbierno por medio de una diverción casera” (sic), según consta en una nota de su puño y letra fechada el 16 de Junio de 1832. Ya en el siglo XX, tanto Flores como Caballito hicieron explosión (demográficamente hablando), al igual que todas sus actividades industriales, comerciales y sociales. Recordamos los cafés Asia y Paulista, así como la confitería La Perla de Flores, ubicada en diagonal a la Plaza Pueyrredón (ex Plaza Flores). Los lugareños más veteranos  no olvidan tampoco a Las Orquídeas (Yerbal y Sud América, hoy Artigas) ni al Palacio de los Billares, situado en la vereda opuesta. No menos añoranzas se tejen en torno a la confitería Londres (Rivadavia y Boyacá) y el bar La Cosechera (Rivadavia y Pedernera).
 
 
Finalizamos, como solemos hacerlo cuando hay material al respecto, con un antiguo refugio cafeteril porteño de antigua data que logró sobrevivir hasta la actualidad. Se trata del bar El Coleccionista, nacido en la década de 1930 como El Cóndor. El cambio de nombre se debe a que en una de sus mesas se fundó, el 21 de Agosto de 1956, la Asociación Filatélica Temática Argentina (AFITA). Precisamente, el Parque Rivadavia (ex Lezica), situado enfrente del reducto en cuestión, se ha caracterizado durante décadas por ser una meca para  coleccionistas y hobbistas de todo género.


Notas:

(1) Allí se realizaron las reuniones previas al  Pacto de San José de Flores, suscripto en 1859 por Buenos Aires y la Confederación. Este  acuerdo  es  uno  de  los “pactos preexistentes” mencionados en la Constitución Nacional.
(2) Gentilicio del oriundo de Guipúzcoa, localidad del País Vasco.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Estampas del comercio antiguo: las confiterías

Una definición  bastante acertada de la palabra confitería es la del lugar en el que se elaboran confituras, pasteles y diferentes productos de la repostería. Los diccionarios de la lengua castellana añaden que según cierto americanismo -muy extendido-  el vocablo se utiliza como sinónimo del bar, el café o el despacho de bebidas. Por supuesto, los idiomas no siempre son capaces de recrear el sentido que adquieren algunos términos en lugares específicos y épocas determinadas. Por eso, le dedicaremos esta entrada a la evocación de las “confiterías” argentinas de los siglos XIX y XX, especialmente a las de la Ciudad de Buenos Aires. Los historiadores urbanos Enrique Mayochi y Jorge Busse proponen una excelente explicación de la diferencia entre la confitería de antaño y el resto de los locales gastronómicos, al decir que “confiterías las hubo desde siempre y siempre fueron más que cafés, porque eran presentadas, más  que  un  lugar para solitarios y jugadores de dados, como un ámbito para familias, parejas  de  novios  y señoras”. Y agregan: “el diccionario las define como establecimientos en los que los confiteros hacen y venden dulces, a lo que se agrega que en algunas zonas son también salones de té, cafeterías y bares. En nuestro caso, el de las ciudades y pueblos de la Argentina, una confitería fue a la vez lo uno y también lo otro”.


En esta tesis tan concisa como efectiva  se  dejan   entrever algunos rasgos de identidad que poseían  los locales que  nos ocupan: la presencia asidua del género femenino (rara vez visible en los sórdidos bolichones y fondines    pretéritos),    la elaboración propia de algunas delicatesen (dulces y saladas) y un ambiente general de categoría y distinción. Desde ya  que  no todas las que se denominaron de esa manera estuvieron siempre a la altura de las circunstancias, pero trataremos de recordar un puñado de   aquellas que lograron inmortalizarse como reductos aptos para reuniones, tertulias y encuentros entre los habitantes porteños a lo largo de muchas décadas. Así, en un somero repaso por los barrios, podríamos señalar no pocos ejemplos ubicados en Belgrano, como la Confitería Belgrano que ya existía en 1876 junto a la estación homónima  (Mendoza y Arriberños), o la Confitería Bassi, de  gran  importancia social y  política  en  su época.  No  menos trascendente fue la Confitería de las Barrancas de Belgrano, fundada en 1915 y cuyo local (11 de Septiembre y La Pampa) es ocupado hoy por una oficina de la Dirección de Espacios Verdes de la ciudad.
 

Pero, lógicamente, las más célebres en la memoria colectiva son aquellas situadas dentro de la zona céntrica y sus alrededores, con alguna digna excepción. Elegimos tres para el recuerdo, que son ni  más  ni  menos que las confiterías Del Molino, Ideal y Las Violetas. Cualquier porteño medianamente conocedor de su ciudad sabe muy bien los motivos de esa elección,  tratándose de comercios legendarios con una enorme carga histórica y cultural, aunque con muy diferente suerte según cada caso. Si hablamos de la primera, su inauguración se remonta al año 1917 en la tradicional esquina de Callao y Rivadavia, que fuera adquirida por el pastelero iltaliano Cayetano Brenna algunos años antes. El comerciante peninsular ya era conocido desde el siglo XIX por ofrecer sus especialidades (merengue, marrón glacé, panettone de castañas, imperial ruso) en un local cercano de la calle Rodríguez Peña. La construcción del edificio contó con materiales traídos directamente de Europa en la línea de los lujosos mármoles y vitraux tan requeridos entonces. Durante decenios, la Confitería del Molino fue un lugar de reunión por excelencia para la burguesía y  buena  parte  del ambiente artístico y político, al punto de que la mayoría de los legisladores del vecino Congreso tenía abierta allí su cuenta corriente. A Brenna le siguieron las administraciones de Renato Varesse (1938 a 1950), Antonio Armentano (1950 a 1978) y los  propios  nietos del fundador, quienes no pudieron sostener el veterano emprendimiento con la consecuente baja de cortinas el 23 de febrero de 1997. Hoy, el edificio duerme un largo sueño, a pesar de haber sido declarado lugar histórico nacional y patrimonio cultural de la UNESCO.
 
 
La Confitería Ideal nació en 1912 como “salón de té”. En sus buenos años llegó a contar con una auténtica orquesta de señoritas y se  erigía  como  el  lugar elegido por las muchachas oficinistas que trabajaban cerca para  reunirse  en  animadas  veladas. Independientemente  de su estampa física,  el   sitio  contaba  con   toda  la oferta característica de los comercios de su categoría: confites,  productos  de  pastelería, panificación fina, servicio de lunch y las mejores alternativas en artículos de licorería y cafetería. Luego de varios años signada por una vida  agónica,  su  declaración  de patrimonio histórico y bar notable (1) la convirtió en  un centro de interés  para el turismo extranjero. Actualmente se realizan allí cursos de tango y otros eventos de carácter cultural.


Dejamos para el remate a la confitería que mejor representa un caso de “final feliz”. Se trata de Las Violetas, inaugurada en 1884 y remodelada en la década de 1920 con la incorporación de materiales similares a los de sus congéneres, de acuerdo con el gusto por el lujo arquitectónico típico de  su  tiempo: vidrios curvos,   vitrales  y  mármoles importados. Luego de una vida intensa y exitosa cayó en el penoso olvido que la hizo cerrar a principios de la década de 1990. En 2001 pasó a formar parte de la lista de bares notables porteños y fue restaurada en todo su esplendor, comenzando así una etapa en la que parece tener el mismo suceso que en sus mejores épocas. Las Violetas cuenta con el servicio gastronómico más completo de su tipo, que incluye no solamente las consabidas preparaciones reposteras y pasteleras, sino también un variado menú para almuerzos y cenas. Quizás por ello, o  por su belleza visual, o simplemente  por su ángel, es tan frecuentada por la vecindad  ciudadana en esa esquina noreste de Medrano y Rivadavia.


Notas:

(1) Los bares notables son 73 establecimientos gastronómicos seleccionados por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en base a su riqueza histórica, cultural y arquitectónica. Además de las mencionadas confiterías y a modo de ejemplo, otros integrantes de la lista son La Biela, el Tortoni, Los 36 Billares, el Bar Británico, La Giralda y El Federal. No obstante  la propaganda que implica pertenecer a  tan  prestigiosa nómina, ha habido casos recientes de cierres definitivos en establecimientos notables, como el Café Argos de Chacarita y la Confitería Richmond de la calle Florida. El compendio completo de establecimientos incluidos se puede consultar en Wikipedia:  http://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Bares_notables_de_Buenos_Aires