domingo, 27 de mayo de 2012

Menú de mar y tierra 3

La usanza del menú impreso nunca reconoció diferencias de regiones ni de entornos. Podemos encontrarlo en la tierra firme o en el mar, como hemos analizado en dos entradas anteriores, así como en los medios de transporte más extendidos durante el siglo pasado. Por eso, vamos a dedicar esta última entrada del tema de referencia a los repertorios culinarios presentados en distintos  trenes que surcaron los rieles argentinos. No es la primera vez que hacemos hincapié en el ámbito de la gastronomía ferroviaria, ni será la última, puesto que semejante modo de viajar fue el rey entre todos sus pares desde mediados del siglo XIX hasta el mismo período del siglo XX. La historia de lo que se comía, bebía y fumaba en trenes y estaciones constituye, por lo tanto, un rico material de análisis que nos dice mucho sobre el consumo de otras épocas.


El más antiguo del puñado de ejemplares que vamos a señalar es también el más destacado en términos de jerarquía testimonial. Se trata de la lista de platos y vinos servidos en ocasión del viaje a Tucumán del presidente Roque Sáenz Peña, específicamente en el almuerzo del 6 de Julio de 1912 a bordo de un coche restaurant del Ferrocarril Central Argentino,  que hizo las veces de anfitrión forzoso durante la travesía. Como era común entonces, el catálogo de preparaciones se ve colmado de viandas típicas de Francia, ya sea por realidad práctica o por simple afectación nominal: tartines, terrines, parfaits y gateaux dominan la escena desde las entradas hasta los postres y demuestran la importancia que tenía todo lo galo en la impronta culinaria de las clases acomodadas. Los vinos hacen lo propio, aunque con alguna sorpresa: un blanco alemán de la célebre villa Bernkastel (1), en el Mosela, de la cosecha 1904. Luego le siguen tres etiquetas galas aristocráticas, como lo son un Chateau Latour  y los champagnes Pommery Extra Sec y Louis Roederer.


Desde luego, los pasajeros comunes y corrientes podían disfrutar de platos satisfactorios pero nunca tan elaborados, como lo demuestra cierto ejemplar  del 24 de febrero de 1934. En este caso, la línea no es otra que el Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, cuyas iniciales constan en el “porta-menú” metálico que se puede apreciar en la imagen. Como decíamos, la nómina de condumios es asaz satisfactoria pero no por ello menos sencilla. Jamón y lechuga, ensalada, sopa printaniere, gallina a la alsaciana, corderito asado con lechuga y tomate, fruta y café demuestran una simpleza a toda  prueba.


Dejamos para el final un tesoro de extraordinaria elocuencia histórica vitivinícola (2): la carta de vinos en un tren del ya nacionalizado Ferrocarril Nacional General Roca (ex Ferrocarril Sud), que se puede fechar entre los años 1948 y 1958 (3). Algunas de las marcas ofrecidas pertenecen a bodegas que se mantienen vivas en el mercado nacional, como Norton, Escorihuela, San Felipe, Trapiche y Canale. Pero vale la pena detenerse en algunas de las otras,  las que ya no existen merced a la desaparición o transformación absoluta de sus establecimientos elaboradores. En ese grupo podemos encontrar a los otrora renombrados vinos “La Colina”, de la vieja bodega Giol (hoy FeCoViTa), los Arizu Cuesta del Parral y De Antaño, los Carrodilla Sauternes y Bariloche (de la casa Nazar Anchorena), el Barón del Río Negro de la firma homónima, o el menos célebre De Ma Cave, de la bodega Echesortu & Casas. Aquí también hallamos algunos especímenes bizarros, como el “Reserva Ferrocarril General Roca” (evidentemente hecho por alguna bodega para la empresa ferroviaria estatal) y el ignoto Comodoro Reserva. Tal como solemos hacer cuando un documento así lo amerita, la imagen va a su tamaño máximo para una buena lectura.


De este modo concluimos la serie del menú histórico con la convicción de que volveremos algún día para ocuparnos del mismo tema pero, seguramente, desde otra perspectiva. Nuevos hallazgos, nuevas sorpresas, nuevos descubrimientos, nuevos secretos  y nuevas incógnitas nos esperan a la vuelta de la esquina.

Notas:

(1) Presenta un ligero error: indica Berncasteler en lugar de Bernkasteler. Vale aclarar que, en alemán, el sufijo er al final de un nombre propio significa “de”.  En   este caso, “proveniente de”.
(2) Obtenido del blog “Caminos de Hierro en Bahía Blanca”. Se trata de una página eminentemente ferroviaria y regional, pero que suele ofrecer algunas joyas documentales de gran valor. El enlace es el siguiente: http://caminosdehierroenbahiablanca.blogspot.com.ar/
(3) Durante el período señalado,  toda la papelería ferroviaria argentina contó con el encabezamiento ENT (Empresa Nacional de Transportes). En 1958 esa repartición fue disuelta y los ferrocarriles pasaron a la órbita de EFEA (Empresa Ferrocarriles del Estado Argentino), con la consecuente modificación en el material impreso. El menú de marras tiene en su tapa la inequívoca referencia de la ENT, y de allí surge la posibilidad de fecharlo sin mayores inconvenientes.


martes, 22 de mayo de 2012

Los últimos Avanti de la CIBA: crónica de una degustación

A partir de este día, Consumos del ayer deja de ser un blog dedicado exclusivamente al relato pasivo de hechos y cosas del pasado para transformarse, además, en un activo degustador y analista de diferentes productos pretéritos que arriban a sus afortunadas manos. Dicho de otra manera, comenzaremos a incluir algunas catas de tabacos y bebidas antiguas que, por su naturaleza, son proclives de ser consumidas varias décadas después de su elaboración y fraccionamiento sin una pérdida irreparable de características originales. Queremos así dar un testimonio fidedigno de la sensación  que genera  probar los cigarros, vinos y alcoholes (transformaciones cronológicas mediante) de otros tiempos, tratando de reproducir, en la medida de lo posible, algún pequeño rasgo de la vida cotidiana en  las épocas a las que pertenecieron. Para comenzar con esta especie de “máquina del tiempo” de los sentidos elegimos unos toscanos Avanti originales de la Compañía Introductora de Buenos Aires (1) fechados entre los años 1950 y 1958 (2), que llegaron al autor de este blog vía un conocido sitio de remates de internet (3). Para  la ocasión acompañaron al que suscribe algunos amigos interesados en el tema: Enrique Devito (co-degustador) y Augusto Foix (fotógrafo ad-honorem), quienes compartieron el momento tan especial gracias a los buenos oficios de Jorge Martínez, dueño de la casa en que fue realizado el análisis sensorial de los singulares ejemplares.














Como toda compra realizada en la web, la primera verificación de rigor fue la concerniente a la autenticidad de los especímenes adquiridos. Una mirada rápida no dejó dudas al respecto: envase en buen estado pero con signos lógicos de la edad, cierre del paquete irreprochable y configuración de los toscanos que evidencia una manufactura totalmente a mano, por su formato troncocónico mucho más pronunciado que sus similares de hoy en día (es decir, más gruesos en el centro y muy “finitos” en las puntas, lo cual sólo se puede obtener de manera manual). Algunos otras características como la textura y cierto aroma “a viejo” del tabaco en crudo reforzaron  nuestro completo convencimiento sobre la genuinidad de los que íbamos a probar. El corte al medio de uno de los cigarros (el paquete trae dos)  para su consumo en la modalidad del mezzo toscano no presentó ningún tipo de problemas y dio una prueba más del excelente estado en que se encontraban los productos.


El encendido fue efectuado sin incidentes, y a partir de entonces nos dedicamos realmente a paladear con detenimiento estos arquetipos tabaqueros del siglo pasado. Una de las sorpresas iniciales fue el tiro perfecto hasta el final, firme y parejo, de combustión lenta, en coincidencia con la respuesta compacta (sin llegar a ser dura) de los toscanos a la presión de los dedos. Por su parte, el sabor del tabaco era lo que esperábamos, o incluso un poco mejor: rico, mineral, con cierto tono “añejo” difícil de definir pero muy evidente al momento de su percepción. Seguramente, a mediados del siglo pasado, había una mayor proporción de tabaco Kentucky en la composición de la mezcla, y aunque esto es sólo una conjetura, tiene un fuerte sustento documental  que hemos analizado debidamente en las entradas correspondientes a la legendaria marca argentina que nos ocupa. Creemos, en definitiva,  haber confirmado esa teoría mediante la degustación. Otra diferencia manifiesta respecto a sus similares actuales es la ausencia total de aromas y gustos “verdes” o herbáceos, ya que, por el contrario, la gama de sensaciones experimentadas estuvo completamente incluida dentro de los rasgos propios del tabaco maduro y bien estacionado.


No se puede dejar de señalar la notoria excelencia del armado de los ejemplares que se practicaba en los buenos tiempos de la CIBA de Villa Urquiza, no sólo porque soportaron óptimamente el paso de las décadas, sino por la uniformidad y resistencia de la ceniza, que se mantuvo en su lugar por muchos minutos sin el más mínimo desprendimiento. Podemos decir que concluimos esta “fumata histórica” con una satisfacción por partida doble, que suma al simple hecho de disfrutar unos míticos Avanti de la CIBA el beneplácito de haberlos encontrado en tan buena condición. Para terminar, vale una aclaración respecto al título de esta entrada. ¿Por qué hablamos de “últimos”? ¿Acaso porque descartamos volver a probar otros ejemplares viejos en el futuro, o porque fueron los últimos que se hicieron? En realidad, por ninguno de esos dos motivos. Lo de “últimos”  viene a colación con la época que representan estos increíbles puros de estilo italiano, allá en la década de 1950, cuando la fábrica que los manufacturaba estaba a punto de abandonar su primitiva ubicación y el consumo de cigarros  iniciaba una franca debacle. Son, al fin y al cabo, símbolos del final de cierto modo de vivir que ya no existe, como extraños representantes de un mundo desaparecido. Vaya suerte que tuvimos de probarlos…y vamos por más, puesto que pronto seguiremos en el mismo camino con más degustaciones de tabacos y bebidas del ayer. Así será.

 Notas:

(1) La historia de la marca fue repasada en las entradas del 8/11 y 8/12 de 2011.
(2) El “fechado” de los cigarros y cigarrillos argentinos antiguos cuenta con accesorios del packaging que facilitan esa tarea -como las estampillas fiscales, que casi siempre ostentan alguna referencia de los numerosos decretos y leyes que reglamentaron la actividad a través de los años-, con lo cual es posible ubicarlos cronológicamente dentro de períodos relativamente cortos. A veces, como en este caso particular, cierta leyenda impresa directamente en el envase resulta incontrovertible. La frase “ley 11275”, por ejemplo, no deja dudas sobre la época de elaboración y venta de los Avanti catados, puesto que tal inscripción fue obligatoria durante los años 1950 a 1956, ciclo al que añadimos un par de años más como posibilidad  lógica de extensión de la costumbre o de una eventual demora en llegar al consumidor final. El precio de venta al público es otro indicio temporal de gran utilidad.


(3) El vendedor de estos toscanos estaba radicado en Azul, provincia de Buenos Aires. Hace algunos años adquirí otros dos paquetes del mismo producto en Bahía Blanca. En una entrada futura también degustaremos toscanos de la marca Génova cuyo vendedor era de la zona de Pergamino,  y un viejísimo “oporto” argentino localizado fortuitamente en La Pampa. Es un dato ciertamente interesante que estos veteranos productos son hoy casi imposibles de hallar en las grandes ciudades, pero que aún se conservan en contextos rurales o semi-rurales, generalmente asociados a viviendas campestres habitadas por ancianos que fallecieron, antiguas pulperías demolidas  y otros entornos por el estilo. Ya nos extenderemos sobre el particular cuando llegue el momento de testimoniar más degustaciones.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Precursores del autoservicio

La palabra automático proviene de autómata, un vocablo relativo a toda aquella máquina o aparato mecánico capaz de ejecutar determinados movimientos en forma semi independiente. Y aunque hoy relacionamos la automatización con invenciones de avanzada propias de la era electrónica, el concepto es muy antiguo y ha sido puesto en práctica desde tiempos remotos. En los siglos XVIII y XIX, los “autómatas” protagonizaban historias enteras en la literatura fantástica y formaban parte de numerosos experimentos destinados a mejorar  la  productividad   fabril   de   la   entonces   incipiente revolución  industrial. Desde luego, no tardó mucho en llegar el día en que tales adelantos fueron adaptados para el servicio gastronómico. En esta entrada vamos a recordar una modalidad comercial que estuvo muy en boga durante las décadas de 1930 y 1940, conocida como “bar automático”
El primer antecedente vernáculo con bases documentales data de 1907. Se trata de un aviso publicado en la prensa porteña anunciando la inauguración de un Bar Automat en la calle Bartolomé Mitre 463. Bajo la proclama de “¡La última palabra en lunch higiénico!”, el anuncio aseguraba que “el éxito obtenido en Europa (1) y muy especialmente en Alemania por las máquinas aplicadas al despacho automático en los bares  ha sido consagrado en la Argentina (…) Nuestro Bar Automat, desde que abrió sus puertas, viene mereciendo la predilección del público…” Debieron pasar aún un par de decenios para que el asunto cobrara dimensiones de furor hasta proliferar por toda la ciudad de Buenos Aires con un espíritu común, pero con distintos métodos y formas de presentar esta festejada maravilla de la vida moderna.


El modo que logró mayor difusión fue el de los cilindros abovedados de vidrio empotrados a la pared con estantes en su interior, conteniendo cada uno un determinado tipo de alimento: sánguches de miga o pan francés (desde fiambres y queso hasta milanesas o matambre), empanadas y algunos postres: trozos de tortas, pasta frola, queso y dulce e incluso panqueques de gustos varios.
 Si se colocaba una moneda en la ranura del mecanismo (generalmente de diez centavos), se accionaba una manivela y descendía el estante correspondiente hasta una abertura inferior donde el cliente tomaba su alimento. Para las bebidas existían dos sistemas: uno similar al  mencionado, pero con botellas, y otro que se servía de grifos expendedores de los diferentes líquidos en una medida previamente establecida, equivalente a un  único modelo de vaso utilizado por el local. De tal manera se obtenían jugos, refrescos como Bilz oPomona, vinos, cerveza e infusiones calientes. Muy pronto la moda se hizo extensiva a las comidas elaboradas y demandó nuevos procedimientos para que las viandas llegaran al público sin desmerecer el concepto de “automático”. Rápidamente aparecieron nuevas aberturas en los muros internos de los negocios del ramo dotadas de puertas giratorias que se abrían luego del pago correspondiente. Cada una tenía un letrero indicando el tipo de comida deseada, en general minutas de extrema sencillez y preparación veloz: sopa de arroz o fideos, buseca, ravioles a la manteca o “al jugo” (2), milanesa con fritas, asado de tira, arroz con carne, pastel de carne, albóndigas y no mucho más.  Efectuado el pago, un empleado al otro lado de la pared (o sea una cocina, obviamente), abría la puerta y entregaba la preparación elegida. Casi siempre se comía “de parado” en mesas angostas adosadas a las paredes o dispuestas  en el centro del local.


Los testimonios hablan de algunos bares automáticos que fueron famosos, o al menos muy frecuentados en sus tiempos de esplendor: Avenida Rivadavia entre Carhue y Montiel (Liniers), Leandro N Alem al 500, Avenida de Mayo al 800 y en la Galería Güemes, entre otros. Como se ve, nadie recuerda hoy sus nombres, tal vez por el carácter frío e impersonal propio de todo lo que es automático.
Hacia fines de la década de 1920 apareció una especialización dentro del rubro: los bares automáticos móviles o “rodantes”.  Consistían en vehículos (pequeños ómnibus o camiones adaptados) con laterales que mostraban siete u ocho ventanillas similares a los que había en los establecimientos fijos. Dentro de la unidad, un par de empleados preparaban y despachaban a pedido alimentos sencillos al estilo de los que señalamos en el origen de la modalidad: sánguches, empanadas, bebidas y algunos postres. Estos comercios andariegos funcionaban casi siempre los fines de semana a la salida de hipódromos, canchas de futbol y otros lugares con gran concurrencia de gente. No obstante ello, fueron los primeros en desaparecer, tal vez a causa de representar un concepto demasiado avanzado para aquellos años.


Finalizando los cuarenta, los bares automáticos en general pasaron a la mejor vida que constituye el recuerdo de los  tiempos idos. Con todo, dejaron plantada la semilla del  “autoservicio” en la memoria colectiva de los argentinos, finalmente materializado algunas décadas después. Aunque poco conocidos por su fugacidad cronológica  y sus escasas bondades en términos de calidad,  merecen  un lugar en la historia por haber formado parte de la vida cotidiana de nuestros padres y abuelos.
Para terminar, elegimos la mención de este anuncio colocado estratégicamente dentro de un local de marras, según  el relato memorioso del historiador Diego del Pino: “si usted coloca una moneda, aparecerá el plato solicitado. Pero si la moneda es falsa…aparecerá el dueño

 Notas:

 (1) En efecto, la novedad del bar automático tuvo también su apogeo en las principales capitales europeas de manera contemporánea a nuestro país. Así se veía, por ejemplo, el bar automático Tanger, de Madrid, a finales de los años treinta.


(2)  Con ese eufemismo se denominaba a los ravioles apenas mojados por un tuco débil y acuoso.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Vinos en el recuerdo 1

Tal vez a causa de su popularidad masiva en los comienzos de la televisión, es frecuente creer que los anuncios de vinos estaban destinados exclusivamente al mercado de los "comunes". ¿Quién no recuerda los célebres avisos de Bordolino, Crespi o Termidor, por ejemplo?  Sin embargo, la realidad indica que nunca hubo ausencia de una variada y dinámica difusión publicitaria en el mercado de vinos finos, espumantes y bebidas espirituosas, sobre todo en medios gráficos destinados a un público más selecto. Así, todas las gamas vinícolas contaron siempre con importantes campañas en los medios gráficos. Haciendo un repaso de aquella literatura periódica, es posible ubicar un sinfín de etiquetas de vinos y alcoholes nobles promocionándose en sus páginas, conviviendo con otros rótulos que marcaron época.

En la década de 1950 los espumosos y destilados dominaban la escena, aunque es posible rescatar la presencia sistemática de los vinos Vieja Abadía, distribuidos por Corcés y Cía, que promocionaba sus productos Cabernet, Cordón Verde, Manzanilla, Selección, Jerez y Oporto con el eslogan "un viejo prestigio en vinos finos". Al contrario de lo que ocurre hoy en día, la palabra "viejo" era utilizada con frecuencia para reforzar la idea de algo bueno y noble. Para la misma época, Bodegas López anunciaba su Rincón Famoso asegurando que "de un viejo rincón de nuestras bodegas nació este delicioso vino mezcla de uvas finas, que en su homogeneidad trasluce la delicadeza de su paladar y su exquisito bouquet". Completando el cuadro, la firma Perpiñan Prim elaboraba un vino Saint Emilion que en su etiqueta lucía la siguiente leyenda textual: "vino fino tinto (viejo), de buqué suave y armonioso". En materia de comunes, ya desde los treinta se advertía el alto consumo de la más noble de las bebidas en todas sus formas, tipos y categorías.













En ese contexto, no deja de resultar sorprendente la cantidad de anuncios de espumantes y destilados que aparecen sin solución de continuidad durante las décadas de 1950 y 1960, lo que denota la gran aceptación de esos tiempos. Los espumantes, con el otrora inevitable apelativo  de  "champagne"  y   casi siempre haciendo alusión a los eventos festivos o a la exclusividad, estaban encabezados por  Crillón ("hace la fiesta" y "para una selecta minoría"), Garré ("el broche de oro") y Gran Cremant Gancia ("regale y regálese"). Despuntando los sesenta comienza a hacerse más usual la publicidad de vinos finos, como lo demuestra una misma edición de la revista Selecciones de Diciembre de 1962, donde conviven con diferentes mensajes tres bodegas argentinas. Así, daban constancia de su calidad las bodegas Esmeralda ("4 citas con la familia de los grandes vinos"), Arizu ("12 meses en su mesa") y Sergi ("un buen vino siempre se recuerda").


Esta última, además, destacaba que sus especímenes de Borgoña, Rosado, Chablis y Riesling contaban "todos con 10 años de añejamiento". En el mismo decenio se observa la salida al mercado de la célebre y todavía muy vigente línea Colón de Graffigna, que contaba entonces con las variedades Borgoña, Beaujolais, Cabernet, Medoc, Rosado, Sauternes, Barsac, Mosela y Riesling. El establecimiento Orfila, por su parte, volvía a remarcar el mensaje de la sofisticación y la exclusividad (nunca agotado), con la frase "Viñas de Orfila, el vino con pasaporte diplomático" y la consabida foto de una elegante pareja cenando en algún restaurante oneroso.

                                                           CONTINUARÁ...

martes, 1 de mayo de 2012

Cafés, Fondas, Boliches y Bodegones en Belgrano

El de Belgrano es otro de los barrios porteños que tienen, por así decirlo, “mucha historia”. Estuvo fuera de los límites de la ciudad de Buenos Aires propiamente dicha, como partido municipal de la provincia, hasta el año 1888, poco tiempo después de la federalización  impulsada por el presidente Julio A. Roca. Sólo entonces se incorporó a la capital de la república junto con su vecino San José de Flores  para formar el conjunto urbano que hoy conocemos. En 1862, el Ferrocarril del Norte, con cabecera en Retiro, estableció allí su estación  y punta de  rieles en forma provisoria (el plan era llevar la línea hasta el Delta, cosa que se logró mucho tiempo después), convirtiéndose en la segunda empresa ferroviaria oficialmente constituida de nuestro país.
El eje central de la entonces incipiente población no era otro que el llamado Camino a Santa Fe o Camino Real, es decir la actual Avenida Cabildo, un paso casi obligado para quienes iban o venían del Tigre. En su esquina con La Pampa (vértice noroeste), estuvo desde comienzos del siglo XIX una pulpería llamada La Blanqueada , que los historiadores coinciden en señalar como el comercio más antiguo de la zona.  Al parecer, su nombre deriva de la pintura encalada que recubría las paredes del edificio, obtenida a partir de la conchilla extraída en las cercanas barrancas del río. La única imagen que se conoce del local data de principios del siglo XX y denota  cierto aire de abandono, pero al menos nos da una idea de la precariedad  propia de sus humildes orígenes, cuando era posta de carretas y refugio de viajeros que se detenían para saborear sangrías, refrescos y vinagradas, o simplemente  un vaso de vino o una ginebra.


Para la década de 1870, Belgrano crecía a ritmo acelerado. En ese mismo decenio se construyó  la iglesia de la Inmaculada Concepción, más conocida como “La Redonda”, al tiempo que se instalaba casi contiguo el Hotel Watson, cuyo restaurante también ostenta el honor de ser uno de los primeros del pueblo con cierta categoría. Un par de imágenes ilustran sobre lo diferente que lucía el vecindario a fines del siglo XIX, mucho antes de que la propiedad horizontal modificara su fisonomía de manera radical (1). En la primera foto se aprecia el mencionado templo durante su emplazamiento y detrás el Hotel Watson funcionando a pleno (2). En la segunda, la esquina de Cabildo y Juramento hacia 1890.


Ahora bien, si intentamos ensayar algún tipo de enumeración de locales gastronómicos belgranenses, debemos dividir el barrio en dos: de las vías hacia el oeste (Alto Belgrano), y de las vías hacia el Río de la Plata (Bajo Belgrano). En el Alto, lógicamente,  lo más destacado estuvo siempre ubicado sobre Cabildo o sus inmediaciones. En un repaso muy  somero recordamos a los siguientes:

- Café de Vergés, fundado en 1855 y punto de referencia para la línea de diligencias La Golondrina. Se erigía al  lado del Hotel Watson y por eso algunos estudiosos especulan con que podría haber sido usado como restaurante del mismo.
- Almacén y Pulpería El Globo, en Blanco Encalada y Arcos (3).
- Almacén y Despacho de Bebidas Superba Génova, en La Pampa y Vidal.
- Fonda y Café Las Piedras, en Cabildo y Blanco Encalada.
- Café de la Punta Chica, en Juramento y Crámer, famoso por su silueta colonial.
- Almacén de Merello Hermanos, en Cabildo y Olazábal, de finales del siglo XIX.

Hay decenas de otros para mencionar, pero rápidamente nos quedamos con  el Bar y Biógrafo London  (Blanco Encalada y Ricardo Balbín), el café y billares de Serafín Fernández y el bar y restaurante Derby. Sin olvidar, desde luego, las abundantes cervecerías (4) como Steinhauser, Bodensee o El ciervo de Oro y las confiterías al estilo de Paradies (en Cabildo 1833, que  poseía un amplio jardín hoy inimaginable en ese lugar).Del otro lado del ferrocarril, hacia el bajo, la historia luce diferente. Allí no había cervecerías ni confiterías elegantes. Bien al contrario, para fines del XIX y principios del XX era un  submundo de malevos y compadritos comparable al de muchos barrios del sur porteño. Ese ambiente que mezclaba malandras con obreros y pescadores (5) fue contemporáneo a algunos de los sitios que mencionamos a continuación:

 - Fonda La Papa Grossa, en Blanco Encalada y Echeverría, desaparecida cuando se prolongó la Avenida Libertador. Se dice que allí cantó Gardel.
- Almacén del Burro Blanco, en Echeverría y Miñones, donde un farol a kerosene alumbraba el recinto y se despachaban trozos de pescado frito por cinco centavos.
- Almacén y Despacho de Bebidas La Miseria, en Blanco Encalada entre Artilleros y Miñones. No sabemos si el nombre del comercio hacía  honor a su aspecto.
- Almacén A La Ciudad de Vigo, en la esquina de Olazábal y Migueletes. En sus orígenes fue pulpería y subsistió hasta la década de 1970  con  mostrador y reja de palo.

 Sería imposible señalarlos a todos, pero no queremos omitir un anuncio aparecido en  El Heraldo de Belgrano durante el año 1916, donde el Café y Bar de Luis Terragno y Ricardo Bergallo ofrecía por $ 1,20 el “gran bife Terragno, con fiambre, media botella de vino o medio litro de cerveza, postre y café o té”.


Desde luego, aquella barriada cambió mucho, conforme lo hizo toda la ciudad. A la par de los viejos locales gastronómicos fueron desapareciendo las antiguas y célebres casonas que engalanaban sus calles, de las cuales hoy quedan muy pocas, y no las mejores. El Belgrano de nuestros días es un vecindario que combina lo comercial de sus avenidas con cierta placidez verificable en algunas de sus calles internas, especialmente aquellas que no han perdido el añoso arbolado público. Con todo, sigue siendo un sector de Buenos Aires por el cual resulta más que grato caminar y tomarse un café.


Notas:

(1) Hablando de fisonomías cambiadas y del Ferrocarril del Norte, así lucía su terminal en el año 1900. ¿El lugar? Retiro, más exactamente la esquina de Libertador y Ramos Mejía.


(2) Tanto la iglesia como el edificio del viejo Hotel Watson continúan en pie y forman conjuntamente uno de los sectores más bonitos de Belgrano, progreso y urbanización mediante.
(3) Los nombres de las calles son los actuales. Casi todos eran diferentes antes de 1893, como ya hemos señalado alguna vez. A modo de ejemplo, Cramer se llamaba San Lorenzo, Blanco Encalada se denominaba San Martín y Olazábal era conocida como Necochea.
(4) Para más detalles sobre las cervecerías porteñas ver entrada del 24/1/12.
(5) Recordemos que por entonces el Río de La Plata era un curso de agua donde se podían obtener dorados, pejerreyes, rayas, bogas, armados y palometas, entre otras especies ictícolas.