martes, 24 de enero de 2012

Estampas del comercio antiguo: las cervecerías

El análisis de los consumos pretéritos abarca muchos aspectos, desde los productos en sí mismos hasta la gente que hacía uso de ellos, pasando por las industrias que los generaban y los comercios que los expendían. Este último caso representa un mundo aparte, dado que cada actividad contaba con  establecimientos cuyas características eran propias y bien diferenciadas del resto de los rubros. En el sector gastronómico, por ejemplo, no era lo mismo el café que el bodegón: cada uno poseía cierto tipo de "señas particulares" que los hacía inconfundibles. Por ese motivo, aquí abrimos una nueva serie de entradas sobre las "estampas" de los viejos comercios argentinos (y especialmente porteños), en las que vamos a intentar la recreación de los atributos, los ambientes y los entornos históricos que enmarcaron a esos recordados -y recordables- sitios del quehacer cotidiano nacional.
Hay un rubro en particular que no resulta muy conocido en nuestros días, en parte porque se ha extinguido por completo. En efecto, las antiguas "cervecerías" que supieron proliferar por las principales ciudades del país ya no existen como tales. Es cierto que hoy se pueden encontrar recintos de habitualidades más o menos análogas, como los pubs o las más recientes fábricas de cerveza artesanal con despacho al público, pero ellos no tienen nada que ver con sus "similares" del pasado. Los comercios argentinos en cuestión que existieron desde finales del siglo XIX hasta la década de 1970 tenían un carácter único, singular, no igualado hasta hoy. Desde luego, ello se debe al cambio general de las costumbres y a las nuevas maneras de encarar el negocio gastronómico según las exigencias modernas.


El primer rasgo distintivo de las viejas cervecerías era su relación inevitable con lo alemán, o al menos con lo centroeuropeo. Tanto fuera por la nacionalidad de sus dueños o simplemente por la sonoridad de su nombre, cada local estaba marcado y rodeado por esa aurora germanófila. Además del propio leitmotiv de la actividad, que se servía en todas sus variantes de color y sabor gracias a la abundante y heterogénea oferta de entonces (1), una cervecería que se preciara de tal debía ofrecer también algunas de las viandas más clásicas de las regiones del centro y norte del viejo continente: salchichas, chucrut, jamones, carnes de caza, embutidos ahumados, spätzle y panes de centeno, entre otras.
Muchas dieron en ubicarse en pleno centro de Buenos Aires, como el Bier Convent, en Sarmiento y Maipú, el Aue´s Keller en Bartolomé Mitre 650 y la Cervecería Berna, en la esquina de Avenida de Mayo y Luis Sáenz Peña. A esta última, inaugurada en 1928, solían concurrir periodistas y gente del arte que trabajaba en los diarios y teatros vecinos. Una mención especial merecen los locales de Belgrano, quizás el barrio porteño más cervecero por historia y tradición. Allí estuvieron Bodensee (Monroe 1869 hasta el año 1935, luego Cramer 2455), El Ciervo de Oro (2) (Echeverría y las vias del ferrocarril) y el Bar y Cervecería Hamburgo, de Juan Linder (Amenábar 2184).


No se puede cerrar el presente capítulo de los Consumos del Ayer sin referirse a una cadena de locales gastronómicos que, si bien nunca tuvo una relación demasiado estrecha con la cerveza en sí misma, cuenta con todas las credenciales al respecto de acuerdo con la memoria colectiva de Buenos Aires. Se trata de las otrora celebérrimas Munich, situadas en numerosos barrios de la ciudad y en sus alrededores. Más que cervecerías (aunque así se denominaban oficialmente), las Munich eran restaurantes con todas las letras, y poseían las interminables cartas de platos, postres y vinos tan características de la restauración porteña de ese tiempo. Tuvieron su esplendor entre las décadas de 1930 y 1960, aunque subsistieron con distinta suerte hasta fines de los años noventa del siglo pasado.
Una de ellas, la Munich Costanera, ha sido conservada como museo debido a su riqueza arquitectónica.


Diseñado por el arquitecto húngaro Andrés Kalnay y construido en 1927, el comercio de marras fue un lugar obligado en los paseos al aire libre hasta su cierre a mediados de los setenta. Gracias al porte imponente y el particular estilo art-decó del edificio, las autoridades tuvieron el buen tino de no dejar que cayera bajo la picota del frenesí inmobiliario. Hoy se puede visitar y recorrer en los horarios correspondientes (3), para así llegar a tener, al menos, un lindo atisbo de recuerdo de aquellas viejas y buenas cervecerías del país.

Notas:

(1) Hemos señalado en entradas anteriores la fuerte atomización de la industria de cerveza que existía en Argentina hacia fines del siglo XIX. Con la concentración del negocio, iniciada a principios del siglo XX, es lógico suponer que las opciones de estilos y sabores se fueron reduciendo paulatinamente. Sin embargo, la etapa más "oscura" de la cerveza argentina se dio entre 1980 y 2000, cuando era muy difícil conseguir (por falta de oferta) otra cosa que no fuera cerveza rubia tipo lager. Por fortuna, las cosas han cambiado otra vez para bien.
(2) El lugar fue referencial para el barrio por su popularidad. Sus habitués solían llamarlo cariñosa y jocosamente "El chivo de lata". Cerró en 1996.
(3) Para más datos se puede acceder a http://www.museos.buenosaires.gob.ar/dgm_centrodemuseos_h.htm#munich

lunes, 16 de enero de 2012

Cuando San Nicolás era una potencia vitivinícola 1

Cualquier persona que transite por la autopista Buenos Aires - Rosario puede observar una enigmática construcción  a la altura del kilómetro 234 , sobre el costado derecho en el sentido mencionado, cuyo frente se encuentra surcado por la inscripción "Bodega El Rosario". Más allá de la notable coincidencia entre ese nombre y el destino de la ruta,  la visión fugaz del edificio con su leyenda debe haber llamado la atención de miles de viajeros a lo largo de muchos años. Por eso, las preguntas del observador casual deben haber sido las mismas hasta el día de hoy.  ¿Será esa una "bodega" en el sentido más conocido de establecimiento vitivinícola? ¿Hubo, acaso, vinos en San Nicolás alguna vez?
En contraposición, muy pocos deben haber llegado a conocer las respuestas a esas preguntas. Casi todos, seguramente, se hubieran sorprendido al enterarse de que San Nicolás supo ser el polo productor de vinos más importante de la provincia de Buenos Aires, con una historia que alcanza la centuria perfecta, desde 1886 hasta 1986, cuando la última de las bodegas cerró sus puertas. A lo largo de ese período hubo decenas de familias que se abocaron a la noble tarea de cultivar vides y hacer vinos. Y no lo hicieron de manera improvisada, ni "casera", sino todo lo contrario: plantaron cepas finas, construyeron edificios para la elaboración con los mejores adelantos tecnológicos disponibles y llegaron a contar con enólogos nativos recibidos en Mendoza, así como con sus propias delegaciones locales del Centro Vitivinícola Nacional y del Instituto Nacional de Vitivinicultura. En ese siglo tampoco faltaron los avances, los retrocesos, las satisfacciones, los sinsabores y  todos aquellos aspectos sociales, económicos y humanos que son propios de cualquier región productora de vinos en el mundo (1).
Los primeros registros de vinificaciones exitosas datan de 1886, cuando los inmigrantes genoveses afincados en el lugar comenzaron a elaborar vinos en escala algo mayor que la del simple consumo familiar. La colaboración de los padres Salesianos de Don Bosco fue fundamental para ayudar a esos pioneros a encontrar las uvas y métodos agronómicos que mejor se adaptaran a la ecología húmeda y los suelos pesados de la comarca, aunque la lógica climática del terruño marcó para siempre el estilo de cultivo. Por eso,  las tareas de campo requerían un sacrificio ostensiblemente mayor al de cualquier zona tradicional de la vitivinicultura argentina, pero el esfuerzo daba sus frutos. A mediados de la década de 1890, los vinos nicoleños eran bien conocidos y consumidos en un amplio radio que comprendía el norte bonaerense y el sur de Santa Fe. La distribución se hacía generalmente en barriles de 200 litros, que eran  transportados en carros hasta los destinos más cercanos y por ferrocarril hasta los más alejados.


A comienzos del siglo XX, la producción vitivinícola se mostraba como una de las actividades más atractivas y rentables de toda la región. El 21 de Septiembre de 1902 se realizó en San Nicolás una Exposición Vitivinícola que contó con la participación de treinta bodegas. El presidente Julio A. Roca envió un telegrama de adhesión y designó un delegado del Ministerio de Agricultura para integrar el jurado. El período que abarcaron los vinos inscriptos en este notable antecedente de concurso enológico estuvo comprendido entre las cosechas 1887 y 1901. Muchos vinos jóvenes recibieron premios en las categorías de blancos y tintos, pero vale la pena señalar los ganadores en el rubro de "vinos añejos": Francisco Cámpora (blanco 1901), Carlos Cámpora (tinto 1899 y tinto 1891), Antonio Vigo (tinto 1899) y Juan Montaldo (blanco 1891).


Es un hecho documentado que las variedades fundacionales de la vitivinicultura nicoleña fueron Pinot Gris y  Harriague (Tannat), traídas desde Uruguay. Años más tarde se incorporaron otros cepajes llegados desde Cuyo, especialmente Malbec, Merlot, Cabernet Sauvignon, Moscatel y Cinsault. Pero las uvas con las que se forjó el auténtico estilo del vino de San Nicolás fueron dos: Pinot Gris y Refosco. La primera, como dijimos, posee antecedentes que se remontan a los orígenes del viñedo local y resultó ser la eterna favorita en proporciones que nunca bajaron del ochenta por ciento. Con ella se elaboraban vinos blancos y claretes de escaso color y poco alcohol, que oscilaba entre los 9 y los 11 grados, dependiendo de los años lluviosos o secos. La falta de graduación era un problema recurrente para los productores locales, hasta que uno de ellos, Héctor Ponte, viajó a Mendoza en la década de 1930 y trajo consigo la llamada Refosco (Lambrusco Maestri), cuyo color y capacidad de madurar permitió obtener vinos de hasta 14,5 grados en las mejores añadas. Así se logró el corte que predominó en los caldos de la zona desde entonces hasta el final: una base de Pinot Gris, que aportaba frescura y aroma, junto al poderoso Refosco, que entregaba alcohol, color y cuerpo. Casi todos esos vinos fueron históricamente fraccionados, rotulados y vendidos en damajuanas de 5 y 10 litros como "vinos de mesa", aunque en su composición (y en todo el viñedo nicoleño) no hubiera un solo gramo de uvas criollas.

Al ritmo del sostenido crecimiento de la industria, las bodegas fueron tecnificándose paulatinamente. El primer Censo Vitivinícola Nacional de 1936 indica que ese año existían 297 viñedos y 54 bodegas homologadas en la región que nos ocupa, las cuales elaboraban 1.797.995 litros de vinos tintos y 534.846 de vinos blancos. Todo ello contabilizado en 1.522 vasijas de madera (toneles y cubas) y 316 piletas de mampostería. La capacidad de los establecimientos oscilaba entre 10.000 y  600.000 litros, pero la tendencia general no iba en dirección de aumentar la cantidad, sino de mejorar la calidad  y modernizar los sistemas de producción. Como parte del fenómeno, varios integrantes de las familias del vino viajaron a Mendoza para estudiar enología en la Escuela Don Bosco de Rodeo del Medio. Allí se recibieron Julio Monti (1926), Héctor Ponte (1929), Antonio Clérici (1949), Carlos Cámpora (1951), Angel Del Vecchio (1958) y Pedro Garetto (1964).
Los vinos de San Nicolás ya eran tan famosos regionalmente como en la periferia de la Ciudad de Buenos Aires y en numerosas localidades de la provincia, en Rosario y el sur de Santa Fe, en Entre Ríos, en La Pampa y en otras plazas de consumo de todo el país. La actividad alcanzó su apogeo a mediados de la década de 1950, cuando se llegaron a elaborar más de siete millones de litros en 55 bodegas, con uvas provenientes de 1.300 hectáreas de viñedos cultivados por 403 productores y quinteros. Pero, como dice el dicho, "la vida acecha a los felices". Los años siguientes se presentaron llenos de frustraciones, mientras la industria del vino perdía su atractivo y se apagaba lentamente al ritmo de otros negocios más rentables.

                                                              CONTINUARÁ...

Notas:

(1) Artículo publicado en la revista El Conocedor N° 65, Abril de 2010

viernes, 13 de enero de 2012

Carcarañá, el primer queso argentino

Si bien no existen muchos datos sobre sobre la producción quesera nacional anterior a 1850, es posible trazar una breve "prehistoria" de los quesos argentinos. Esta ausencia de testimonios tiene su lógica, ya que la alimentación de la población basada en la carne promovía la presencia de vacunos y ovinos en la región, pero de razas cárnicas de escasa aptitud lechera. Sin embargo, se encontraron registros del año 1617 de las Cartas Anuas (1) en donde una autoridad jesuita expresaba que "de las vacas se obtenía leche para consumo y para elaborar queso, manteca y requesón; de las cabras y ovejas, leche para quesos". Semejantes prácticas eran indudablemente muy rudimentarias y con el único objetivo de instruir a los indígenas en el consumo de lácteos y sus derivados.
En 1788 aparece la actividad lechera como alternativa a la poca rentabilidad de los chacareros cercanos a la villa de Buenos Aires por venta de carne y cuero (eje principal de la economía rioplatense). Domingo Faustino Sarmiento describe en su "Facundo" que en 1810 existía una incipiente y casera producción de quesos. Hay además referencias que mencionan a los ranchos como los lugares donde comienzan a elaborarse los primeros ejemplares que se vendían en las calles, casa por casa, o en algunos negocios. Precisamente fue el queso denominado "tambero" el producto fresco o sazonado que se elaboraba allí. También se pueden ubicar menciones de los viajes navieros de la época (como el de Hipólito Bouchard, el gran marino francés al servicio de la Argentina), en donde aparece el queso de producción local como uno de los pocos alimentos medianamente resistentes al tiempo y a las inclemencias propias de la navegación marítima antigua.


Como señalamos, recién a partir de mediados del siglo XIX se produjo un gran desarrollo de la quesería argentina, debida probablemente a una joven tradición en la elaboración de quesos implantada por los inmigrantes europeos que aportaron sus tecnologías, principalmente italianas, españolas, suizas, etc, aunque también había una importación bastante dinámica. Vale como ejemplo un aviso aparecido en el diario El Nacional en Noviembre de 1866, que reza de manera textual, con errores incluídos: "Milán en Buenos Aires: salchichón crudo de Milán, salchichón de Verona, lomos de chancho, paletas de chancho de San Segundo (Italia), chorisos de Milán en manteca, salchichón de hígado de chancho. Escarbadientes de Italia, quesos placentinos. Es todo garantido lejítimo y recién recibido en la barca italiana Assuncione. En venta en "Almacén Buenos Aires", esquina Artes y Cuyo (2).
Asi las cosas, en Carcarañá, provincia de Santa Fe, se gestó el primer queso argentino de producción industrial, muy famoso en su época. El responsable de su creación fue un ingeniero galés llamado Thomas Thomas, que arribó al lugar en 1867. Entre sus primeros logros se ubican la colaboración profesional en el emplazamiento del Ferrocarril Central Argentino y la construcción de una gran molino hidráulico en las afueras del pueblo, considerado el primero del país.


Pero su principal y más duradera labor fue la fundación, en 1885, de una gran cremería equipada con una tambo de 1000 vacas Jersey. Por esos años lanzó un queso llamado "Carcarañá", muy popular en las últimas décadas del siglo XIX, al punto de competir con todos sus similares importados en términos de renombre y éxito de ventas (3).
Fue a partir de entonces que a este producto tan apreciado por la población (el más antiguo de los quesos argentinos) le siguieron el queso Tafí de Tucumán, el queso Chubut, el queso Goya, el queso Peregrina, el queso Chinchilla, el queso Las Peñas, el queso Oriental, el queso Mar del Plata, el queso Manantial Tandilera, el queso Neuquén fresco, el queso Pategrás, el queso Río Cuarto, el queso Lobos, el queso Lehmann y muchos otros con nombres autóctonos nacionales. Asimismo comenzaron a elaborarse quesos con nombres alusivos a regiones europeas de donde provenían los inmigrantes, como Holanda y demás, muchos de los cuales son de los más conocidos en nuestros días.


A partir de 1886 se produjeron cambios significativos que abrieron camino para la expansión y mejora de la industria láctea nacional., como la introducción al país de la primera desnatadora centrífuga y  el consecuente desarrollo de numerosos establecimientos productores de manteca y queso en volúmenes masivos. Pero el otrora célebre queso Carcarañá de Thomas Thomas será siempre el primero, entre todos, de gran consumo en nuestras tierras.

Notas:

(1) Las Cartas Anuas eran informes periódicos que los misioneros jesuitas elevaban a las autoridades eclesiásticas superiores.
(2) Actuales Carlos Pellegrini y Sarmiento.
(3) Entre los artículos de consumo que próximamente iremos analizando del libro de stock del Ferrocarril Sud de 1898 (entrada del 5/1/12) aparece el queso Carcaraña, lo cual demuestra fehacientemente su mencionada notoriedad pública.

miércoles, 11 de enero de 2012

Historia de los toscanos Regia Italiana 1

No obstante el desarrollo que llegó a tener la industria nacional de tabacos puros en las últimas décadas del siglo XIX, la importación de cigarros fue siempre muy fuerte en nuestro país, con una gran diversidad de tipos y procedencias. Uno de los productos de mayor aceptación era el toscano italiano, sumamente apreciado y requerido por la gran colectividad peninsular radicada en estas latitudes. En Italia el estado intervenía cada vez más fuertemente en la creciente actividad tabacalera. Hacia comienzos del siglo XX, una marca de toscanos controlada por el gobierno italiano comenzó a hacerse muy popular en los mercados de ultramar: se trataba de Regia Italiana (1), que rápidamente se difundió en nuestro país como en distintos puntos de Europa y América. Una antigua publicidad gráfica de carácter internacional muestra un orgulloso toscano de la escudería en cuestión junto con las banderas de Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.


Existen numerosos registros sobre la celebridad del toscano en la Argentina de ese tiempo (2), tanto de producción nacional como extranjera. Al parecer, los Regia Italiana tuvieron varios introductores en las primeras décadas del siglo XX, tal como lo indica una tarjeta postal de 1915 que nos da cuenta de cierta novedad al respecto (3), según la siguiente leyenda: "desde la fecha llevarán una nueva estampilla tricolor con los colores de la bandera italiana, la leyenda Regia Italiana - Roma y facsimile (sic) de la firma Ernesto A Bunge y J Born. Reproducimos copia de esta nueva estampilla cuyo uso exclusivo nos ha sido concedido por decreto de fecha Julio 17 -1915 y la cual ofrece la mejor garantía para el consumidor que desea fumar un producto genuino, importado de Italia y producido por la Regia Italiana".


Mientras tanto, el estado de la península apuntaba a capitalizar el éxito de sus tabacos mediante el control total del sector. En 1927 se crea el Monopolio di Stato para el tabaco junto con una empresa llamada ATI (Azienda Tabacchi Italiani), encargada de fabricar, promocionar y comercializar las manufacturas finales en el exterior. Una de las acciones inmediatas de la ATI fue crear sedes en los principales destinos, y la Argentina se contó entre las primeras. En 1928 abrió sus puertas en Buenos Aires la localmente denominada SATI (Societá Anónima del Tabacchi Italiani) en un local y depósito de la calle Alberti 40. Desde allí se controlaba la importación y venta en nuestro país no sólo de los toscanos genuinos, sino también de diversas marcas de cigarrillos producidas por la casa central del Viejo Mundo, como Macedonia, Rigoletto y Uso Egiziano.


La demanda siempre creciente impulsó a la SATI a extender sus negocios con una incipiente fabricación propia de toscanos y cigarrillos que desde entonces mantuvieron  una característica que los hizo inconfundibles: una parte del tabaco era importado y otra parte nacional. Pero las instalaciones de Alberti pronto fueron insuficientes para los ambiciosos planes de la empresa. Había que crecer en el mercado de cigarrillos y salir a competir en el de toscanos contra el formidable rival que representaban los Avanti de la CIBA. Por eso, a comienzos de la década del treinta la SATI adquiere una manzana entera en el entonces suburbio capitalino del barrio de Villa Real, comprendida por las calles José Pedro Varela, Moliere, Ramón Lista y Virgilio. El 9 de Abril de 1933 se abre la nueva planta: un enorme edificio de 6500 metros cuadrados donde realizan su labor 1300 operarios. Para dirigir industrial y comercialmente el negocio, ya con otra envergadura, arribaron desde Italia los experimentados tabacaleros Guido Mazzoni, José Cavazzoli y Antonio Brandolino.


Así llegamos a mediados del recordado decenio de 1930 con una "guerra" en puerta: los Regia Italiana que vienen a disputar el trono de los Avanti, hasta entonces incuestionable. Los años sucesivos fueron testigos de esa dura competencia, de la que daremos cuenta en una próxima entrada...

                                                            CONTINUARÁ...

 Notas:

(1) Regia se pronuncia reyía y significa dirección en el sentido de dirigir, controlar.
(2) Desde la década de 1880 y hasta 1920, cuando Avanti y Regia Italiana captaron todo el mercado, hubo una incierta pero indudablemente real existencia de pequeñas fábricas de toscanos. Exceptuando a "La Virginia", mencionada por Juan Domenech, y a "Flor de Mayo" de la ciudad de Rosario (de la que nos ocuparemos en el futuro), no tengo otras referencias certeras al respecto, pero las estoy buscando.
(3) En ese entonces se estilaba colocar publicidad en el reverso de las tarjetas postales.

jueves, 5 de enero de 2012

Un revelador libro ferroviario de stock de 1898 1

En una de las primeras consideraciones volcadas en este blog dimos cuenta de algunos consumos frecuentes en los coches comedores de un pequeño ferrocarril patrio, el Provincial de Buenos Aires, allá por 1927. Y al finalizar nos preguntábamos si esa interesante variedad de productos (que hablaba de un buen servicio) era tan completa en una modesta empresa ferroviaria, ¿cómo serían los servicios de bar y comedor en algunos de los grandes ferrocarriles privados argentinos en sus épocas doradas, es decir, a fines del siglo XIX y principios del XX? Pues bien, un notable libro de stock del Ferrocarril del Sud de los años 1898-1899, conservado casi milagrosamente en nuestros días (1), aclara muchas de esas preguntas. En un período de 16 meses (Abril 1898 a Julio 1899 inclusive), este increíble documento nos da abundante data sobre todos los productos que se comercializaban en los trenes y, posiblemente, en algunas confiterías (2) de las estaciones de semejante empresa, que fue la más grande de Latinoamérica durante sus mejores años.


La presente entrada, a la que seguirán no menos de otras cinco -en las que analizaremos las diferentes marcas, presentaciones y precios de vinos, bebidas, cigarros, cigarrillos y alimentos asentados-, es simplemente para someter al conocimiento de los lectores las generalidades del  singular  volumen de marras. Se trata de un típico libro contable de tapa dura con el rótulo FCS SALIDAS, fabricado por el establecimiento gráfico Gunche, Wiebeck y Turtl, sito en San Martín 315 (escritorio) y O´Brien 121 (talleres) de la ciudad de Buenos Aires, que cuenta con un toal de 102 páginas numeradas, de las cuales están escritas 99, que abarcan el período antes señalado. Mes a mes se indican todos los ítems entregados por el depósito del FCS (3) para el consumo en trenes generales de media y larga distancia y, tal vez, en las estaciones (ver nota 2), con indicación exacta de cantidad, unidad de medida (botella, damajuana, barril, tarro, lata, atado, caja, kilos, litros, etc, etc, según el producto),  precio de costo y precio de venta al público. Naturalmente, en el caso de las botellas, cigarros, cigarrillos y otros artículos de venta directa por unidad, esto puede tomarse de manera literal, pero en el caso de los artículos de cocina o de uso a granel como harinas, fideos, café y bebidas en damajuanas o barriles, por ejemplo, suponemos que se haría una estimación de su incidencia en los precios finales, tal como se realiza en cualquier establecimiento gastronómico de nuestros días. Con todo, las revelaciones que da el singular compendio sobre los usos y costumbres del filo del XIX hacia el XX no pueden ser calificadas como menos que extraordinarias (4).



















El arquitecto Daniel Schávelzon, del Centro de Arqueología Urbana de la UBA, quien tuvo acceso al texto en cuestión (5), contabilizó alrededor de 538 productos reflejados en sus páginas, y señala: "la verdad es que es apabullante, acostumbrados a los parcos servicios de comida de los transportes actuales (...) Es tan impresionante a mi modo de ver que vale la pena el esfuerzo de trascribirla, ya que con certeza a muchos les puede servir de información para comprender mejor la envergadura del consumo en la sociedad de finales del siglo XIX. Es cierto que en la lista hay de todo, hay productos que iban dirigidos a los niños y a los adultos, mujeres y hombres, ricos y pobres. No es lo mismo quien tomaba un vino de 50 centavos que quien tomaba uno de $ 5, no es lo mismo sardina que caviar". Y continúa: "pero no deja de llamar la atención que haya en la lista 21 variantes de aguas minerales, 19 de cervezas, 49 refrescos y aperitivos, 51 marcas y tipos de cigarros y cigarrillos, 9 de bizcochos y galletas, cientos de vinos del mundo entero y 14 ginebras, entre otros. Y se vendían vinos en damajuana (hay nueve marcas) y hasta ajenjo –hoy prohibido- también en damajuana, la grappa venía asimismo en esos enormes recipientes con diez litros. Y hay una larga lista de productos para cocinar..."


Por supuesto, de aquí en más no vamos a desmenuzar todos los 538 productos, pero sí trataremos de enumerar los principales dentro de cada rubro de las bebidas, los alimentos y los tabacos, haciendo las debidas referencias sobre los orígenes y la historia de cada marca que valga la pena y reflexionando sobre sus diferencias de precio y calidad. Es que, en esto de los consumos del ayer, hay mucho y bueno para entretenerse...

                                                             CONTINUARÁ...

Notas:

(1) El ejemplar se encuentra bajo la custodia del Ferroclub Argentino.
(2) Jorge Waddell, un experto en historia ferroviaria y miembro de la Fundación Museo Ferroviario, consultado por el que suscribe, señaló que los servicios de bar y comedor del FCS comenzaron en 1896, o sea que eran relativamente nuevos en el momento abarcado por el ejemplar que llegó a nuestras manos. También afirma que las confiterías de las estaciones (muy importantes en los casos de algunas terminales), fueron dadas en concesión por el FCS hasta 1904, año en que se hizo cargo directamente de las mismas. Las preguntas son: ¿serían todas las salidas de artículos para los trenes, o también para las confiterías? ¿Habría también, como alguien conjeturó, ventas directas a los funcionarios del ferrocarril, que aprovechaban así la compra al precio de costo? Al respecto, todos y cada uno de los 16 meses volcados en el libro tienen al final un ítem llamado "ventas directas" expresadas en montos totales, sin especificación de productos. No sabemos de qué se trata, y queda como tema de investigación para este blog.


(3) En 1898, el depósito principal y los talleres del FCS estaban en la estación Sola, en Barracas. A partir de 1901 se trasladaron a Remedios de Escalada, en el partido de Lanús.
(4) Quien suscribe no cree que exista, en la Argentina, otro testimonio tan directo como este libro contable, tan antiguo, y con tantos productos con sus datos explícitos de presentaciones y precios.
(5) Su análisis puede leerse en la web que ya hemos señalado anteriormente: http://www.danielschavelzon.com.ar/

martes, 3 de enero de 2012

Menú de mar y tierra 1

Más allá de las cartas oficiales de los restaurantes y demás locales gastronómicos, la costumbre de ofrecer un menú impreso en ocasiones especiales tiene un origen muy antiguo. Diferentes festividades, celebraciones y agasajos han sido siempre motivo de comidas numerosas, y la colocación del repertorio culinario por escrito nunca ha faltado como un recuerdo para los asistentes. En estos casos, la lista de platos cumple además la función de souvenir, lo que provocó la feliz permanencia de muchos documentos al respecto. Un menú impreso y fechado no representa sólo una mera enumeración de lo que se ha comido, sino también un valioso testimonio que bien puede hablar sobre las costumbres, el entorno y la realidad de cierta época del pasado.
En forma adicional, el hábito del menú impreso con fecha supo ser muy frecuente en la hotelería argentina del siglo XX. Exceptuando a los grandes establecimientos del ramo, los restaurantes hoteleros no tienen, por norma general, cartas permanentes, especialmente aquellos ubicados en zonas turísticas, debido a la fuerte estacionalidad que presenta el grado de ocupación de las instalaciones. Por eso, muchos hoteles del ayer han dejado vestigios de sus escuetos menús "del día".
En esta y otras dos entradas futuras nos vamos a ocupar del tema de referencia, dividiéndolo en sendas categorías. En la presente vamos a analizar algunos exponentes del menú de tierra propiamente dicho, tanto de los hoteles como de eventos especiales. En otra examinaremos especímenes provenientes de los barcos, incluyendo a la navegación fluvial de cabotaje y a las embarcaciones de líneas internacionales. En la tercera y última pasaremos a rememorar distintas épocas y circunstancias del menú ferroviario, servido en los otrora lujosos y eficientes coches comedores de los  ferrocarriles argentinos del siglo XX.
Desde los lejanos años del 1910, las sierras de Córdoba han sido un lugar de veraneo por excelencia gracias a las bondades de su clima y la belleza de sus paisajes. Uno de los centros turísticos más importantes de la provincia, La Falda, cuenta en su haber con un legendario establecimiento cuya misteriosa historia lo convirtió en una de las mayores atracciones de la ciudad. Se trata del lujoso Hotel Edén, fundado en 1898 y adquirido en 1912 por el matrimonio de Walter Eichorn e Ida Bonfert, a quienes se les atribuye estrechos contactos con el nazismo (1). La cuestión es que su salón restaurante supo tener de comensales a grandes personalidades de la política nacional, como los presidentes Roca, Figueroa Alcorta, Justo y Ortiz, al igual que a celebridades extranjeras de la talla de Arturo Toscanini y Rubén Darío.

A pesar del lujo que los relatos le atribuyen al servicio, un menú del 11 de Febrero de 1923 (2) no muestra grandes complejidades. Sopa crema, caldo, pavo al horno, lomo con tomates, papas en casceras (sic), berro (suponemos que en ensalada) churrasco, sabayón marsala y café indican que la cocina no estaba, al menos ese día, para grandes cosas.

Apenas un año antes y muy cerca de allí, en San Francisco, el Hotel Italia de José Buzzi exhibe una variedad de alternativas bastante más importante, pero con un grado de sofisticación no mucho mayor: sopa crema de arroz, pollo salteado con puré de papa, chanchar a la manteca, beefsteak con ensalada, costilla de cerdo, salchicha al plato, coliflor, flan de vainilla, frutas (naranja y mandarina), queso y dulce. Nada del otro mundo, aunque lo interesante de este ejemplar no es tanto la comida sino el "auspicio" de la bodega Trapiche (3), lo que nos permite conocer su variedad de productos en 1922, compuesta por los blancos Sauvignon, Viejo, Pinot, Derby y Sauternes, los tintos Reserva, Especial, Viejo, Pinot y Derby, y su "Champagne".

Un último testimonio dentro del segmento de la hotelería nos traslada a Mendoza en Marzo de 1955, donde un Hotel Villavicencio sorpresivamente (o no tanto) trastocado en hotel "Presidente Perón", ofrece a los pasajeros un menú compuesto por crema carolina, consomé con profiteroles, consomé frío o caliente, pastelitos con mariscos, apio braisé al jugo, filet grisette, gateaux (pastel) Mont Blanc, compotas y frutas.

















Existen cientos de ejemplares de menú de diferentes eventos, por la mencionada (y afortunada) costumbre de conservarlos como recuerdo. De una amplia lista asequible en distintas publicaciones, en libros antiguos y en internet, seleccioné dos que corresponden a la celebración del 165° aniversario de la Toma de la Bastilla (1945) en el Centro Republicano Español, y al 77° aniversario de Colegio Militar de la Nación (1947).


















No hay casi nada para destacar dentro de la composición de ambos ejemplares, excepto algunos puntos curiosos. En el primero, no obstante el motivo que da lugar a la reunión, resulta casi incongruente la presencia de preparaciones como el pollo parisien o el gateaux chanteclair en un reducto de la hispanidad. Pero seamos piadosos y aclaremos, una vez más, que el festejo se encuadraba dentro de la confraternidad republicana hispano-francesa. Menos interesante aún es el menú castrense, aunque no podemos dejar de señalar la inevitable presencia de lo militar: lo primero que se sirvió fue un cocktail San Martín...

Notas:

(1) La versión se considera hoy una realidad histórica, ya que fue confirmada por ex empleados del hotel y diferentes habitantes de La Falda en esos tiempos. Por supuesto, las historias que se tejen alrededor del lugar son muchas y llegan a los extremos del delirio, como la supuesta presencia del mismísimo Hitler entre sus huéspedes.
(2) El papel muestra un membrete con el rótulo "Estancia y Hotel La Falda", pero pertenece indudablemente al Hotel Edén, ya que así se denomiaba oficialmente. Además, un logo con las siglas "HE" al costado lo avala.
(3) Los auspicios vinícolas fueron ciertamente comunes en esos días. Las bodegas solían imprimir hojas con sus logotipos, que luego distribuían entre sus clientes.